Madrid hace cuarenta años era un conjunto de barrios heterogéneos y compactos en los que se desarrollaba la vida cotidiana. Cada cual en el suyo se sentía integrado, conocido y reconocido durante toda la semana. Los horarios de colegios, comercios o trabajo eran muy distintos a los de ahora. Los colegiales entraban a las aulas enormes y frías "con las claritas de día" -creo que sólo los churreros y los panaderos abrían sus establecimientos antes que el portón de las escuelas-, y regresaban a sus hogares al caer la noche. Los jueves disponían de medio día de descanso, así como del domingo y de los días festivos, y en esos días llenaban las calles por las que apenas circulaban vehículos, o acudían a los parques cercanos para jugar en grupo a la comba, a pídola, al escondite, a las chapas, a la piedra, a policías y ladrones, a indios y vaqueros, al fútbol, al pañuelo y a un sin fin de juegos, casi todos producto de su invención. En invierno buscaban el calor de los cines de sesión continua y programa doble, así que no es de extrañar que esas generaciones hayan proporcionado cineastas de lujo en todas las ramas de esta industria y multitud de cinéfilos a su vez.
La jornada laboral de los trabajadores aunque algo más madrugadores, casi era coincidente con la de los comerciantes que abrían sus tiendas a las nueve de la mañana y "echaban el cierre", todos a la vez, a las siete de la tarde, sábados incluidos. Por supuesto, no había tarjetas de crédito, ni cajeros automáticos. Todo se pagaba a tocateja y era frecuente ver en algunos establecimientos populares el letrero: “Hoy no se fía aquí, mañana sí”.