“O creemos que nuestra función sirve para modificar al delincuente o no lo creemos. En el caso de no tener esta fe, todas las mazmorras y el repertorio entero de castigos será poco. Si tenemos, en cambio, esa fe, hay que dar al hombre trato de hombre, no de alimaña”. Victoria Kent
Lo más hermoso de irse haciendo viejos es la oportunidad de proporcionar la exacta dimensión a los recuerdos. Escoger, como antaño en la cocina inmensa de casa de los abuelos, las lentejas buenas, y apartar sin dudar las que tienen “cuquillo”, porque también algunos recuerdos lo tienen y pueden amargar el guiso.
Para seguir aprendiendo conviene rebuscar entre los pucheros, aportando un poco de luz a las sombras del pasado, eliminando fantasmas o fantasías inútiles que desdibujen la realidad. Conocer en su exacta dimensión a los personajes de nuestra historia, más o menos reciente, proporciona tranquilidad de espíritu y es bálsamo indispensable para curarse del mal de intransigencia, más frecuente que otros y de difícil curación.
Hace ya muchos años, una canción castiza se dejaba oír insistentemente en los aparatos de radio de la época. Una de sus estrofas repetía machaconamente: “Se lo pués decir a Victoria Kent, que lo que es a mí, no ha nacido quien (me lo diga)”. Al pasar de los años fui descubriendo que Doña Victoria Kent no era producto de Chapí o Barbieri. Tampoco era la duquesa de Kent, madre de la reina Victoria de Inglaterra, ni era, por supuesto, como alguno de sus adversarios aseguraba, la encarnación de todos los males sin mezcla de bien alguno. O sea: el espíritu infernal.