Ése es el lugar. Aunque me aguarden miles de hermosísimos, pintorescos, salvajes, plácidos, extremos, o desoladores parajes por conocer, el único destino al que siempre vuelvo, con emoción renovada, es a Paris, y lo hago convencida de que toda la comedia y la tragedia se inventó allí, en una u otra época; consciente de que tanto la inspiración sublime como el vicio más abyecto han tenido lugar al borde del Sena en distintas noches de luna llena; sabedora de que este ambiente exquisito de la mañana puede convertirse en el centro canalla más tremendo y desolador al ponerse el sol; segura de que a nadie ha de extrañarle que, tanto la literatura como el cine, hayan acudido con tamaña frecuencia a la llamada de esas calles, de ese río, o de ese altivo Molino Rojo, porque Paris siempre será la buhardilla donde cualquier Olympia que, como Cenicienta haya perdido su mínimo zapato de cristal, puede encontrar un mágico Monet quien, pincel en mano, convierta la sordidez de turbias pesadillas, en el más hermoso e increíble de los sueños.
Me gusta alojarme en Issy les Moulineaux, aunque ahora haya perdido parte de su mimoso encanto pueblerino para convertirse en abanderada de las nuevas tecnologías y, desde la Mairie, después de un croissant que quita el sentido, llegar al centro de Paris, siempre mejor en metro que en el vertiginoso RER, para así ir saboreando el nombre de cada una de las estaciones amigas; Corentin; Porte de Versailles; Convention… hasta llegar, en apenas veinte minutos, a la que casi siempre escojo como cruce de caminos para iniciar mil y una rutas añoradas: Concorde.