Había una vez, en las lejanas tierras de Asia Central, al noroeste de Kabul, un hermoso valle al pie de las montañas del Indu Kux. En sus riscos de arena rojiza brillaban al sol los filones de plata, entremezclados con la riqueza mineral del cobre, el plomo el cinabrio el cinc y el azufre que, en silencio, envidiaban las irisaciones mágicas de los rubíes del vecino Badaschan. Del Indu Kux nacían numerosos ríos que regaban generosamente sus campos de trigo y saciaban la sed de los tamarindos los álamos, las zarzamoras, los sauces, pinos y plátanos que poblaban los bosques cercanos, por los que paseaban leones y leopardos, tigres, osos, hienas y chacales, mientras se oían las risas chillonas de los monos jaraneros que , a cientos, saltaban de rama en rama por la espesura.
Como la región era paso obligado entre la India y el Golfo Pérsico, muchos eran los que contaban ,a su regreso, las experiencias allí vividas. Enterados así los Superiores budistas hindúes de la existencia de este lugar privilegiado, enviaron a sus monjes para que construyeran en aquel paraíso un lugar de reposo y oración, en el que los integrantes de las caravanas que emprendían la Ruta de la Seda, pudieran descansar sus maltrechos huesos y elevar sus oraciones a Buda. Así pues, desde el siglo II y a lo largo de los siglos III y IV de nuestra era, aquellos hombres excavaron la roca edificando un total de 10 monasterios y habilitando innumerables cuevas, que llegaron a alojar a más de 5.000 monjes. Fueron aquellos misioneros los que decidieron levantar dos estatuas inmensas que pudieran ser distinguidas como puerto de claridad desde la lejanía, por los peregrinos que hacia allí se acercaban. Pidieron ayuda a los nobles campesinos afganos, que hubieron de abandonar por algún tiempo su tarea de cazadores, ocupar a las mujeres en las tareas del laboreo, y dejar descansar a sus halcones, para prestar el sudor de sus brazos a tan magna tarea. Una vez cavados los impresionantes nichos que habían de albergar las efigies de los dioses, tallaron en la piedra las estatuas. No les pareció suficiente su imponente tamaño, habían de esculpir manos que acogieran, ojos que miraran, cubriendo luego sus cuerpos divinos de fastuosos ropajes tallados en la piedra, soberbias túnicas de aire griego, como aquellas que la tradición atribuía a Alejandro el Grande, cuando, al frente de sus tropas, cruzó los desfiladeros cercanos de Kodxak y Chawack. Terminada la talla, las recubrieron de estuco y las pintaron. El Buda grande, de más de medio centenar de metros, sería el Buda rojo, como los rubíes de Badaschan, el Buda de menor tamaño se teñiría de azul, el añil de los cuentos.
Muchos de cuantos comenzaron el trabajo no llegaron a ver culminada su obra pero, al fin, llegó el día en que desde la lejanía aquella mágica visión podía contemplarse, y cuantos se acercaban al valle de Bamiyán admiraban extasiados el milagro de los majestuoses dioses, puestos en pie, guardando la puerta de su cueva, dominando el paisaje, mirando desde las cuencas potentes de sus ojos la fe del caminante, al resguardo de las crueles tormentas de nieve en el invierno, y a altura conveniente para evitar la inclemencia de los cincuenta grados de calor que el sol dejaba en el valle durante la época de estío. La piedad de propios y extraños, peregrinos de aquellos caminos, agradecía su presencia. Les atribuían poderes benéficos de paz espiritual y prosperidad en sus trueques, y alentaban su fe religiosa. Los monjes, por su parte, curaban las enfermedades de alma y cuerpo y, así, este valle se fue poblando de visitantes que mostraban su gratitud cubriendo a ambos dioses de esplendorosas joyas. Allí permanecieron las dos imágenes durante milenios de vino y rosas, allí se encontraban hasta hace unos años, impasibles, mudos, expectantes.
La humanidad avanza ¿o retrocede? En nombre de otra fe, hace más de diez siglos, habían mutilado las manos y las piernas de los budas; su altar y su cobijo fue utilizado en la pasada centuria como almacén de misiles; los campos de trigo interminables se cubrieron de opio y hachis asesinos, hasta llegar al momento en el que los chacales y lobos que antaño la poblaron pacíficamente dieron paso a otras fieras más dañinas que, con disfraz de hombre, expandieron el horror indescriptible en el que desde hace ya demasiados años, se debate el pueblo afgano, víctima de un fanatismo tremendo, inexplicable.
Fue en otro mes de marzo de hace ahora diez años, cuando supimos que todas las imágenes de Afganistán iban a ser destruidas, y nadie en todo este llamado civilizado mundo fue capaz de impedirlo ¿y aún nos extraña? Sabíamos, ya que los enemigos eran colgados como trofeos de guerra en la boca de sus cañones; que sus propios hermanos eran ahorcados en la plaza pública a la vista de propios y extraños; que había más de 800.000 minas enterradas segando cada año la vida de más de 8.000 afganos y sembrando los caminos de cientos de mutilados. Sabíamos también, por activa y por pasiva, que las mujeres vivían enfundadas en la cárcel de tela del Burkha maldito de por vida, que miles de ellas enloquecían de sufrimiento, y que otras tantas se suicidaban, hartas de frío, de terror y de hambre. Que las escuelas estaban cerradas, y los niños que, a duras penas, sobrevivían, deambulaban por las calles tuberculosos, asmáticos, y mal nutridos, sin tener derecho a asistencia médica, como sus abuelas, como sus madres- Lo sabíamos pero....!No hícimos nada!
Este el suma y sigue de aquella historia que comenzó en las serenas colinas del Hindu Kush hace ya miles y miles de años y en su espanto seguirá si no lo impide nadie, En la actualidad nobles expertos de la UNESCO reúnen cuidadosamente los pedazos de aquella tropelía para estudiar la posibilidad de su reconstrucción, magna tarea que alabamos pero...¿Hasta cuando deberemos estar cosiendo heridas de fanatismos de uno u otro signo y restaurando en años lo que la metralla tarda segundos en destruir? Sigue habiendo demasiados errores y horrores que claman justicia mientras nosotros desde la lejanía miramos hacia otro lado sabedores de que la inhumanidad es nuestro patrimonio.¡Que Yahvé, Buda o Alá nos amparen, si así puede ser!
Por Elena Méndez-Leite
Recuerdo haber leído una frase de Fernando Arrabal que decía: "Los fanatismos que más debemos temer son aquellos que pueden confundirse con la tolerancia."
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