Entre los más dulces recuerdos de mi niñez guardo, como oro en paño, retazos de una serie de relatos que mi padre se inventaba para aligerar las largas tardes de invierno. Eran cuentos irreales que tan sólo tenían dos cosas en común: que siempre acaban bien y que todos ellos sucedían en la ciudad de Barcelona. Los protagonistas de las historietas unas veces eran catalanes enamorados de su tierra y otras no, pero siempre acababan disfrutando de la vida en una de las ciudades más cosmopolitas de España que, además, tenía el aliciente de asomarse al mar. Sentía él autentica veneración por Cataluña, en donde había pasado largas temporadas, y unía al dominio de una retahíla de idiomas el de un correctísimo catalán, que incluía frases hechas, chascarrillos y canciones populares. No es de extrañar por tanto que, desde entonces, todo lo catalán fuera para mí, cotidiano, fraternal y entrañable.
Años más tarde, tuve la hermosísima oportunidad de navegar a vela por la Costa Brava; recorrer sus campos; patear sus calles; leer en su lengua a grandes literatos catalanes conversar con sus paisanos y hasta emparentar felizmente con ellos, por lo que aquel primer sentimiento se fue ensanchando y enriqueciendo al descubrir, poco a poco y por mi misma, toda la belleza paisajística y arquitectónica que albergaba esa Comunidad española, y toda la honestidad, reciedumbre, laboriosidad y eficacia de sus buenas gentes, virtudes de gran calado para mí, y no siempre fáciles de encontrar, a las que se unía esporádicamente un curioso y oportuno sentido del humor. Si, por aquel entonces, alguien me hubiera avisado de la que se nos venía encima –y conste que no hablo de rivalidad futbolística- le habría tachado, cuando menos, de ignorante.
No sé bien como comenzó este sinsentido, ni quien fue el primero en repartir, y luego extender, la ponzoña que se ha ido enconando, pero si puedo contar como he ido yo conociendo este proceso.
El origen parece ser que tuvo su inspiración en una medida adoptada en Canadá. Esta nación, preocupada porque el incremento de los angloparlantes estaba asfixiando el uso de la que constituía su segunda lengua: el francés, se apuntó, en la segunda mitad del pasado siglo, a lo que se conoce como “inmersión lingüística”, que no es sino el sistema de impartir en las escuelas parte de las asignaturas en un idioma y parte en otro, para conseguir que los alumnos, al terminar el período escolar, dominen o al menos sean capaces de utilizar una y otra lengua indistintamente. Algunos políticos españoles, en su mayoría de corte nacionalista -quiero creer que temerosos de que su lengua materna pudiera desaparecer-, saludaron con efusión esta idea, y se emplearon a fondo para conseguir implantar, a su manera, esta inmersión canadiense en el sistema educativo catalán.
No sé por qué regla de tres los malos políticos tienen una capacidad especial para crear problemas donde no los hay; separar lo que el pueblo ha unido y, finalmente, agriar las relaciones entre unos y otros ciudadanos de nuestra Piel de Toro. Así, dentro de Cataluña comenzaron a oírse comentarios de tinte separatista y fuera de ella, a través de las redes sociales, se inició una campaña, más o menos velada, de boicot a los excelentes productos de aquellos lares. La cizaña había comenzado a germinar y para mí tengo que no ha llegado a mayores por este buen sentido de nuestro pueblo, de quien alguien dijera en nefasta ocasión que tenía el gobierno que se merecía. ¡Craso error en la afirmación, como ha quedado tristemente demostrado en los últimos tiempos!
Yo seguía yendo con asiduidad a la costa y nunca tuve el menor problema con el idioma. Normalmente me saludaban en catalán y cuando yo respondía en castellano, la conversación proseguía en nuestro común idioma, con gran deferencia por su parte, y aquí paz y después gloria.
Así las cosas, y en una situación de terror económico en la que es más necesario que nunca la unión de todos para la reconstrucción del país, conscientes de que con nuestros maltrechos caudales hemos de atender, entre otras lindezas, a una deuda multimillonaria que han contraído con sus proveedores una gran mayoría de morosas administraciones locales y autonómicas, a más de soportar que los clubes de futbol dejen de pagar a la hacienda pública los impuestos debidos… y suma y sigue, vuelve a plantearse, con tintes extremos, el asunto de la inmersión lingüística, no ya para preservar la lengua catalana sino para prohibir la enseñanza del español dentro de una parte de nuestro territorio, pretendiendo que, en Cataluña, si alguna familia desea que sus hijos estudien alguna de las asignaturas en la que nuestra Constitución proclama como lengua oficial de todos los españoles, acuda a los tribunales en busca de amparo legal y autorización pertinente ¡Vivir para ver!
¿Se imaginan, sin ir más lejos, que en el Languedoc Rosellón francés donde, por cierto, además del occitano también se habla el catalán, a alguien se le ocurriera la peregrina idea de tener que recurrir a un magistrado para poder estudiar en francés en las escuelas de su emblemática capital, Montpellier?
Señores: ¿No tenemos ya bastantes problemas en el ámbito de la educación para añadir el de estos dislates? Sinceramente creo que nos hemos salido de tiesto, pero lo verdaderamente triste es que cada vez que alguna de estas noticias aparece en los medios de comunicación se van llenando los blogs, las redes y otros foros, de una especie de malquerencia, de batalla dialéctica y de enemistad radicalizada que ya no permite el análisis sereno de la situación, y que puede llegar a mayores. ¿Y qué me dicen de nuestros niños? Es posible que al final, y visto lo visto, prefieran estudiar en inglés ya que parece ser que este idioma no provoca conflictos ni entre compañeros, ni entre profesores, ni entre representantes políticos ¡Que descanso!
Sería también de desear una explicación pormenorizada que nos aclare, -si como dicen los periódicos esto es así-, hasta cuando el Tribunal Superior de Cataluña va a hacer oídos sordos a las sentencias del Tribunal Supremo y, en lugar de provocar rifirrafes, considerar si no es más lógico, en pleno siglo XXI y con la que está cayendo, intentar todos juntos abrir puertas al mundo y conseguir que en todas las escuelas del país nuestros niños aprendan correctamente el español y el inglés, así como los tres idiomas cooficiales de España en las escuelas de cada una de las Comunidades correspondientes.
El catalán, el gallego y el euskera forman parte de nuestro acervo cultural, tenemos el deber de protegerlos y preservarlos y el derecho de aprenderlos y utilizarlos. Caer en la tentación de emplearlos como arma arrojadiza o símbolo de desunión entre los pueblos y regiones de España es una acción necia y peligrosa fruto de la inmadurez y la escasa capacidad de unos pocos, con el beneplácito de demasiados acólitos cortos de miras.
Aprender bien un idioma es una de las satisfacciones más gratificantes y, hoy en día, imprescindible en nuestro mundo globalizado. No podemos olvidar que favorece la universalización del conocimiento humano en todas y cada una de sus manifestaciones, científicas, literarias, lúdicas etc., y contribuye, sin la menor duda, a estrechar lazos entre los pueblos, no a deshacerlos o asfixiarlos con el nudo de la incomprensión.
Quiero volver a pasear por las Ramblas escuchando el murmullo del catalán y el español como dulce música de fondo. Me daría una pena infinita que uno sólo de nuestros niños catalanes tuviera que dialogar con cualquier otro niño de España en inglés, en francés o en cualquier otro idioma europeo, porque un nefasto día a algún saberut de turno se le ocurrió la feliz idea de que en Cataluña los escolares ya no aprendieran a hablar español.
Por Elena Méndez-Leite
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