De nuevo se acerca el final de curso para nuestros chiquillos, y en esta primavera descolorida por la lluvia y ennegrecida por machaconas voces agoreras que desgranan sin descanso una letanía de medidas cada vez más rigurosas, a fin de corregir la malsana ambición o la incompetencia de unos cuantos que amenaza hoy la existencia de casi todos, pretendo acercarme al recuerdo de otros acontecimientos amables que tuvieron su origen en épocas muy lejanas, pero que aún perduran entre nosotros. Aquellos tiempos no fueron buenos, posiblemente ni siquiera mejor que los actuales, pero tuvieron como protagonistas a los únicos que verdaderamente deben serlo: las buenas gentes de nuestro pueblo.
Allá por los albores del siglo XI, cuando Madrid aun era Magerit para los cristianos y Mairit para los árabes, poco antes o poco después de que los madrileños, a fuerza de trepar como gatos -de ahí nuestro popular apodo- por las murallas de la fortaleza dominada por los musulmanes, abrieran las puertas de la ciudad para que las tropas de nuestro monarca cristiano, Alfonso VI, conquistara nuestra Capital, tuvo lugar un acontecimiento que, entonces, pasó no solo desapercibido sino ignorado: el nacimiento del hijo de unos campesinos oriundos de León, conocido después como Isidro, el pocero y, más tarde como mozo de labranza quien, junto a su mujer María Toribia, dedicó sus noventa años de existencia, a cultivar con paciencia y tesón los campos que nunca fueron suyos; a peregrinar por todos los templos de la región; a ayudar a sus semejantes en los momentos difíciles e ingratos, a curar heridas abiertas o enconadas e, incluso, a alimentar a cuantos pajarillos se acurrucaban ateridos y hambrientos en la palma de su mano.
En un Madrid lleno de pícaros, bufones, truhanes y buscadores de pendencias, Isidro, a quien, según cuenta la leyenda, los propios ángeles venían a ayudar en sus distintas faenas, escribió su pequeña historia de trabajo y amor.
Cientos de años después de la venida al mundo de nuestro Isidro, muchos madrileños, de nacencia o adopción, esperan ilusionados la llegada del 15 de mayo –fecha en que el susodicho, que santa paz haya y Dios le tenga en su gloria, pasó a mejor vida - para bajar en tropel a la pradera y llegarse hasta la ermita que lleva su nombre, al igual que acudieron, cuatro siglos atrás, cientos de manolas envueltas en el mantón chulapón y retrechero, de bracero del menda de turno, tocado con la parpusa o el remate y más chulo que un ocho, dispuestos a celebrar la fiesta de la beatificación del bueno de Isidro, que el rey Felipe III hiciera coincidir con la inauguración de nuestra magnífica Plaza Mayor; o aquel 19 de junio de 1622, cuando Isidro fue canonizado por el papa Gregorio XV, junto a santa Teresa, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y san Felipe Neri.
Siglos después nuestro santo fue nombrado patrón de los labradores por el Papa bueno, Juan XXIII y, desde entonces, todo castizo que se precie le venera ya por siempre como amigo protector.
Ahora en los llamados madriles apenas somos un cuarenta por ciento de gatos, y esta urbe imponente y majestuosa brinda su acogida a propios y extraños. Tanto por sus lujosas avenidas, como por sus barrios más castizos y populacheros se escuchan mil y una lenguas procedentes de tantos países como caben en el mapamundi, y un deambular de razas y colores se enseñorean de la metrópoli enriqueciendo y enriqueciéndose, que eso y no otra cosa, tiene de ventaja el así llamado turismo.
Pero esto ha ocasionado que, paulatinamente, haya ido desapareciendo una de nuestras más características señas de identidad: el habla castiza y preciosista de nuestros antepasados, aquellas expresiones artificiosamente incultas, pero llenas de gracia y espontaneidad que los que ya somos viejos tuvimos ocasión de escuchar a menudo en nuestra infancia; que nos hicieron reír y, sobre todo, sonreír, y que me permito utilizar hoy porque pertenecen al pueblo y, por tanto, son de todos nosotros.
Por más que cambien modos y costumbres, y mal que le pese a este mundo informatizado, enloquecido, altanero y prepotente, las gentes de Madrid le dan un “santas y buenas” al progreso y echando un remiendo a los soponcios que les han endilgao en los últimos meses los de la imprenta, ponen a mal tiempo buena cara y, echando el cierre al taller, se patean las calles propiamente, se personan en cá La Virtudes, que elabora de manera artesanal, u sea se sin mecanismos, unas rosquillas del Santo, tontas o listas, que quitan el sentido, acompañás de una limoná, un agua de cebada, o inclusive en la actualidad de hoy la coca cola esa de los yanquis, que tampoco hay que hacerle aspavientos al modernismo, ni preponderarse por las recetas magistrales que nos propician con su mejor voluntad desde las Américas. A la caída de la tarde, buscarán arrimo en la verbena, y hasta se marcarán un chotis fetén sin más gaitas morunas, y pa aliviar el resfrío a que este aire de Madrid, que mata a un hombre y no apaga un candil, nos tiene acostumbraos; se meterán entre pecho y espalda una docena de churros calentitos, bien pingando de chocolate, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga, porque como dicen las coplas que son, ni más ni menos y mismamente, las que dicen las verdades del barquero:
“A vivir que son dos días, sin reparar en más,
porque en esta tierra, pasan tantas cosas,
que al final de tó, no pasa ná.”
No sé cuantos de ustedes han sido capaces alguna vez de parar el reloj del tiempo por un día y sumergirse en este mundo galdosiano de chulapos y manolas que tiene una aroma, un color y un sabor viejo y nuevo y… muy especial, pero confío en que este puñado de jóvenes llenos de vida y energía, que soportan nuestras veleidades estoicamente y que no merecen de ningún modo es-te mundo “a la remanguillé” que les estamos dejando, sean capaces de conservar para el futuro, todas estas fiestas familiares y entrañables, en las que nos sentimos tan cercanos unos de otros, y de las que formamos y nos sentimos parte integrante y querida.
Dicen que el santo madrileño ya no camina por estas tierras pero, curiosamente, esta mañana al pasar por delante de la Iglesia Real de San Isidro, que fuera la catedral de nuestra capital hasta la inauguración de la Almudena y, donde descansan desde tiempos de Carlos III los restos del ilustre labrador, un puñado de pajarillos picoteaba un montón de migas blancas, y es que en este Madrid nuestro, y a pesar de los tiempos de penuria, siempre habrá un alma buena capaz de labrar con afán los campos, cualquiera que sea la índole de las tierras, y de compartir con propios y extraños, aun quitándoselo de la boca, un tierno y churruscante pedazo de pan.
Por Elena Méndez-Leite
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