martes, 6 de noviembre de 2012

MALALA YOUSAFZAI: UNA ESTRELLA EN EL CIELO

El domingo 28 de octubre los ministros de Exteriores del Reino Unido, Pakistán y los Emiratos Árabes Unidos visitaron a la joven pakistaní, Malala Yousafzai, en el Queen Elizabeth Hospital de Birmingham. Allí se recupera esta chica de 14 años a quien, hace ahora un mes, los talibanes del Valle del Swat (Pakistán) la tirotearon en plena calle. Una vez más, el plomo de los pistoleros escupía violencia y traspiraba odio, mezclados a la ignorancia y maldad. Malala había salido de la escuela y viajaba en un vehículo camino de casa en su ciudad natal, Mingora, capital del estado de Khyber Pakhtunkhwa (Pakistán). La razón del brutal atentado era que Malala defendía con la palabra y la inteligencia el derecho de las chicas como ella a la educación. Nada de extraordinario sino fuera por el deplorable acoso de quienes se consideran sacrosantos defensores del Islam soberanos intérpretes del Corán. Esto significa que quienes disienten de la versión oficial, protagonizada e impulsada en la región desde las madrigueras de los talibanes, acaben heridos a muerte y malparados en el fondo del terraplén. 

A mi juicio, sin embargo, no creo que intentar matar a una joven, por querer recibir educación en la escuela, lo permita la shari‘a (ley islámica), ni esté en consonancia con los principios de la fe musulmana, ni lo validen los textos fundamentales del Islam. Aquí nos topamos de frente con la lectura perversa y desalmada que los talibanes hacen del credo islámico a causa de su obstinada ideología y, sobre todo, de su fecunda contaminación con las cavernosas tesis de al-Qaeda. En el surco de esa sinergia explosiva cayó la semilla del rechazo y la aversión hacia todo aquello que lleva, para ellos, la etiqueta de “occidental”. Estaban convencidos que la identidad musulmana de Malala se estaba contaminando en la escuela. Perdía brillo y lucidez. En consecuencia, había que enderezar lo que se iba torciendo. Era hora de rectificar los planes y bloquear las aspiraciones de una chiquilla desobediente. La sentencia estaba echada, había llegado el momento de apretar el gatillo y aplastar la sana y firme ambición de Malala. Un diabólico edicto de muerte, pronunciado por quienes entendían poco de erudición y menos todavía de humanidad. De esa manera echarían a pique los grandes sueños infantiles de Malala. Una vez más las vísceras malsanas y malolientes de los islamistas se había convertido en el aguijón mortífero y letal contra la libertad, los derechos y el sentido común. En el desierto del pensamiento único, no cabía en sus mentes que una joven de corta edad se educara en la escuela. Los talibanes se habían constituido en la sede magistral de la interpretación y aplicación de la religión, del Islam y del Corán. 

El precio más alto del islamismo radical de los talibanes lo están pagando principalmente las mujeres, comenzando ya por la edad escolar. En mi entendimiento del Islam, no recuerdo nunca haber leído en los textos clásicos que las mujeres deben permanecer ancladas en la noche oscura del analfabetismo, porque así lo reveló Allah y lo corroboró el Profeta con sus palabras, máximas y preceptos. Si uno de los nombres más extraordinarios de Allah en la tradición musulmana es al-Hayyu (El Viviente y da la vida), no hay espacio alguno para que unos huidizos y rabiosos maestros, que dicen defender el Islam, se ensañen ferozmente contra una chica de 14 años porque quiere ir a la escuela. Precisamente es eso lo que quieren miles y miles de niñas en Pakistán y Afganistán, y en países como Somalia: ser libres para poder aprender en una escuela. Sin que nadie les moleste y les aceche, sin que nadie les prohíba y menos les impida, sin que nadie intente desbrozar sus sueños y decapitar sus vidas. Lo horrible de todo es ver que los jerifaltes islamistas se enrocan en el frenesí resbaladizo de sus malditos planes, amparándose en la religión musulmana. He mencionado Somalia porque el turbulento enfoque islámico de las juventudes islamistas (al-shabbab) es una copia autentificada del pedregoso ideario,  confeccionado por al-Qaeda y los talibanes en aras de la expansión de la yihad global. Son los mismos horizontes, idénticos principios e iguales prohibiciones, que van echando raíces y asentando el terreno, originando conflictos y envenenando la convivencia en otros países africanos. Basta observar la precaria situación en Nigeria con Boko Haram, en Mali con Ansar El Dine y en Libia con Ansar al-Islam. Un huracán islamista de alarmantes perspectivas e inevitables consecuencias para los pueblos de África. 

Pero volvamos a la trayectoria de Malala. Desde pequeña se había preguntado: ¿Porqué los niños van a la escuela y a las niñas les está prohibido? Una firme y valiente rebelión interior le carcomía diariamente a medida que se iba haciendo mayor. Ir a la escuela significaba aprender a leer y escribir, poder estudiar y educarse. Algo que le parecía sencillo y razonable, sensato y elemental. Lejos de todo enredo burocrático, alejado de toda ideología política, remoto de toda intención descabellada, como la pérfida y ciega prohibición de los talibanes. Resultaba sorprendente constatar que en el país que se vanagloriaba de poseer la bomba atómica, de haber progresado en el desarrollo tecnológico y de ser la tierra de grandes pensadores y poetas, Malala no podía recibir una educación en la escuela. Lo prohibía la lectura injustificable que los talibanes hacían del contenido del Islam en el Valle del Swat. Ellos se obstinaban en defender la voluntad de Allah, atrincherándose en una  explicación de la religión musulmana, que según sus puntiagudos moldes mentales, era la única original, pura e inmutable. Convendría preguntarles si las intenciones de Allah son realmente las de prohibir la educación de las niñas del Pakistán. Quizás todo sea debido al impúdico atrevimiento de colocar sus encallecidos propósitos como eje central de la sociedad pakistaní y de constituirse en exégetas beligerantes contra su propio pueblo. De aquí brotan la insensatez y el embuste del discurso islamista de los talibanes. De ahí brotan la obstinación de sus normas y el oprobio de sus prohibiciones. Sin embargo, su repelente e inamovible ideología sigue teniendo muchos simpatizantes, adeptos y seguidores. 

El viernes 12 de octubre, a los pocos días del atentado, las autoridades del Pakistán invitaron a la ciudadanía a observar el culto ritual del viernes y dedicar “ese día de oración” a pedir por la joven Malala. El tenebroso y malvado atentado había conmocionado “al país de las madrasa”.  La foto de su plácida sonrisa había recorrido el mundo como un rayo de luz, para iluminar la indiferencia, combatir la violencia y sacudir el letargo, que son los nuevos virus de nuestras sociedades modernas. La fragilidad, entereza y dulzura de una niña musulmana de apenas 14 años luchaban contra el atropello, la iniquidad y la desfachatez de los “Defensores del Islam”. Manifestaciones y protestas se habían extendido por todo el Pakistán desde el día de la agresión violenta y perversa a manos de fanáticos y obcecados islamistas. A la herida de la bala se había unido la pólvora del odio. 

Malala ha sobrevivido milagrosamente a la cruel embestida, aunque yace todavía en la cama de un hospital británico. Las autoridades de los Emiratos Árabes Unidos ofrecieron un avión ambulancia para trasladarla al Reino Unido. Era la única forma de salvar la vida de Malala que hoy es atendida por un equipo de médicos en el Queen Elizabeth Hospital de Birmingham, esperando que la vida venza a la muerte. Sus encarnizados perseguidores no han dado el brazo a torcer. Al día siguiente de su llegada, la visita de unos sospechosos visitantes, que decían tener lazos de parentesco con Malala, alertó a los médicos y a la policía. Malala sigue protegida y vigilada porque sus recalcitrantes enemigos siguen merodeando, acechando y reclamando su muerte. Con 14 años Milala ha probado el odio visceral traducido en pólvora asesina. 

Los talibanes habían decidido matar a Malala porque ella se había enfrentado sin miedos a las leyes escabrosas y normas inhumanas de su intransigente ideario religioso. Las consideraba desatinadas, feroces y malsanas. Para ella eran incompatibles con los principios de la religión musulmana que le habían enseñado sus padres. Los estudiantes de religión (talibanes) no podían tolerar que una jovencilla de rostro angelical les desafiara en su propio terreno, es decir, en la interpretación y aplicación del Islam. Pero los talibanes habían crecido en el surco de una mentalidad obtusa, refractaria a todo cambio, nublada por la ideología de la yihad contra enemigos y adversarios. De dentro (musulmanes) y de fuera (infieles). Se habían convertido en mordaces roedores, sin pudor, sin piedad y faltos de  humanidad. La concepción que tenían de la mujer nunca tuvo secretos: ser relegada a los muros domésticos, supeditarse a los dictámenes del hombre, permanecer siempre analfabeta. Con otras palabras, convertirlas en creyentes musulmanas con el estatuto social de esclavas. 

Fue en 2007 cuando los talibanes del Valle del Swat (Pakistán) prohibieron la educación de las niñas en las escuelas. Decían que, yendo a la escuela, les contagiaría la peste del secularismo occidental y padecerían la plaga de las retorcidas costumbres de los occidentales. Además, afirmaban rotundamente y con aplomo que no lo permitía la ley islámica (shari‘a). Cosa extraña que lo dijeran en esos términos quienes no tenían reparo alguno en usar material bélico y telefonía móvil occidentales. Además, no sentían escrúpulos jurídicos, ni impedimentos legales a la hora de comprar, consumir y traficar con productos europeos y americanos. 

Al final, el tiro infame de los talibanes pakistaníes ha convertido a Malala en la heroína nacional del Pakistán. Se ha transformado en el símbolo de la lucha frontal contra la religión desalmada y obtusa de los barbudos. Porque llevar barba fue también una de las 19 normas islámicas establecidas por los talibanes cuando llegaron al poder en Afganistán a finales de Septiembre de 1994. La educación de las mujeres siempre les trajo por la calle de la amargura y las escuelas de las niñas eran un sapo intoxicado que no podían tragar. Pero no hay razón posible, cultural o religiosa, y jamás la habrá, que ratifique impunemente el asesinato de una joven de 14 años,  porque aspira a leer y escribir, sueña con el estudio y la educación para así hacer frente a los retos de la vida. Y menos cuando se aducen motivos religiosos y legales basados en textos sagrados para la defensa de tan obtusa y  antojadiza prohibición Eso sí, Malala estaba firmemente enraizada en su dignidad. Lejos de las amarras de toda tiranía religiosa, apartada de las cadenas de toda esclavitud islamista,  alejada del estigma de toda segregación. Por muy divinas que pinten las  prohibiciones y por muy culturales que describan los preceptos. 

Cumplidos los 11 años Malala tenía las cosas claras en su mente: luchar por la defensa de la educación de las mujeres. Fue entonces cuando decidió comenzar a escribir su diario en urdu, usando el seudónimo de Gul Makai (“Aflicción”). A sus padres les gustaba ese nombre porque era eso lo que ellos vivían diariamente. Su hija quería contar de su puño y letra el terrible y doloroso drama que albergaba en su alma, viviendo bajo el despotismo vil e inicuo de los talibanes. El 8 de febrero de 2009, Malala escribía en su diario: “Me he sentido herida cuando he abierto el armario y he visto el uniforme de la escuela, la cartera y la cajita de mis cosas. Las escuelas de los chicos abren mañana, pero los talibanes han prohibido la educación de las niñas”. 

Malala vivía en una sociedad en la que las eruptivas fiebres islamistas de los talibanes prohibían la educación femenina y perseguían a las niñas insumisas y a sus familias. Una malvada discriminación que hería y golpeaba, apuñalaba y secuestraba el futuro de las mujeres musulmanas en Pakistán y Afganistán. Los talibanes del Valle del Swat, un frondoso valle en la frontera con las tierras afganas, habían decidido interpretar el Islam a su antojo y por consiguiente prohibir a las niñas la educación escolar por razones islámicas. Porque según el enfermizo credo talibán la educación es solo privilegio de los hombres. A las mujeres las querían analfabetas y sumisas, maleables y esclavizadas. Sin derechos ni libertades, encerradas en los cuatro muros domésticos y doblegadas por el látigo del sometimiento. Encadenadas con la doma islamista. Con el amplio burqa material, de la rejilla a modo de cárcel con rejas perpetuas, y el degradante burqa imaginario, que les impidiera pensar, hablar y participar en la construcción de una sociedad más libre. Con una mejor ética colectiva, con más libertad social y sobre todo, con más justicia y dignidad. 

No quiero que se tergiverse lo que acabo de decir y se me acuse de generalizar la ideología islamista de los talibanes y extenderla a todas las sociedades musulmanas. Nada más lejano de lo que quiero decir. El problema de los derechos y libertades de las mujeres musulmanas está de nuevo sobre el tapete en los países árabes a raíz de las revoluciones populares. Con sus altos y bajos, sus avances y retrocesos, sus propuestas y prohibiciones. Asociaciones y colectivos de mujeres en Argelia, Marruecos, Túnez y Egipto han manifestado públicamente el miedo a que sus derechos y libertades sean recortados ulteriormente por la ola salafista. Luchan y combaten contra todo intento, por pare de los gobiernos, de recortar sus derechos, de achantar sus libertades, de imponer leyes y normas que poco, o nada, tienen que ver con el Islam. 

Las asociaciones de mujeres musulmanas luchan para que sus derechos sean, primero reconocidos legal y constitucionalmente, y segundo, honorados y respetados en la sociedad. Ese es uno de los grandes desafíos a los que se enfrentan los gobiernos de los países árabes a la luz de las revoluciones populares erróneamente conocidas como “primaveras árabes”. Sería mejor definirlas “primaveras salafistas”, ya que la bandera del salafismo ondea en las estados que han conocido el final de las dictaduras: Túnez, Egipto y Libia. Los síntomas patentes del resurgir salafista están creciendo por doquier en los países árabes, influenciando el discurso político, condicionando el rumbo institucional y determinando el trazado constitucional. No es fácil introducir cambios substanciales en los derechos y libertades de la mujer musulmana. Pero esa evolución es imprescindible y necesaria, ya que la dignidad humana de la mujer lo exige por encima de toda referencia cultural o religiosa, por muy excelsa, sublime y elevada que sea. Con frecuencia los argumentos presentados en el organigrama mustio y refractario de los islamistas están tejidos con telas de araña, y necesitarían un traductor chino para entenderlos. Esto lleva a las mujeres musulmanas a arrugar el ceño, a manifestarse públicamente, a protestar abiertamente y a seguir luchando por sus derechos en las sociedades musulmanas. Sin jamás dar el brazo a torcer y con la esperanza de que un día no muy lejano, Insha’ Allah (“Que Allah así lo desee”), las cosas cambiarán para bien de toda la sociedad. 

Millones de mujeres en las sociedades musulmanas, están convencidas de que su dignidad humana no brota de las planicies litúrgicas, de las laderas rituales o de las montañas sagradas del Islam. La dignidad de las mujeres musulmanas no la otorga la religión musulmana, ni la conceden los talibanes, ni la ofrecen los jeques, ni la dispensan los maestros de las escuelas coránicas, ni la dan los reyes, ni la distribuyen los emires, ni la confieren los sultanes. La dignidad de toda persona, sea mujer u hombre, está impresa en la esencia misma de la vida humana. Es el ingrediente esencial de la humanidad. Nace y aflora, crece y se desarrolla en la vida de cada persona. Poco importa su edad, su condición física, su origen étnico, su género, su lengua nativa, su fe religiosa. Tampoco tienen importancia el color de la piel, la arquitectura de la cara, la forma de vestir, la manera de comer, el acento del habla, el tono de la voz, el estilo y modelo de la escritura.  

La dignidad humana es el denominador común y el valor fundamental que unen a la humanidad. Por encima de cualquier diferencia, diversidad o pluralismo. Y mientras no lleguemos a percibir ese elemento esencial y ponerlo en el centro de todo proyecto humano, no llegaremos a construir la justicia, a desarrollar la ética y a promover la paz. No puede haber un humanismo auténtico sin que la brújula de la dignidad humana ilumine y guíe el quehacer, el dinamismo y los sueños de la humanidad. 

Si Malala se recupera favorablemente, cosa que llevará mucho tiempo y exigirá muchos cuidados, los gobiernos en los países de mayoría musulmana no tendrán otra opción que apoyar la defensa incondicional de la educación femenina allí donde radicales y fanáticos vulneran, infringen y violan ese derecho fundamental de las mujeres musulmanas. Malala se ha convertido en una estrella que brilla en el cielo, aunque siempre llevará en su cuerpo las cicatrices de la maldad e impresas en su alma las huellas de la barbarie. 

Por Justo Lacunza Balda

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