" Para hacer política sana y justa no basta conocer a los hombres; es necesario también amarlos".
Arturo Graf
Arturo Graf
En España, para despachar comida en cualquier establecimiento te piden el carnet de manipulador de alimentos; para llevar a unos niños al campo, el título de monitor de tiempo libre; el bachillerato para la mayoría de los puestos públicos; un examen para acceder a la universidad; nadie conduce, pilota o navega sin licencia; para pescar una trucha necesitas un permiso; no puedes matar un conejo sin haber superado un test psicotécnico y difícilmente entras en una empresa sin un mínimo currículo. Lo sorprendente es que para ser diputado, ministro o presidente del Gobierno apenas se exija nada.
Así, de acuerdo con la Ley 50 de 1997, “Para ser miembro del Gobierno se requiere ser español, mayor de edad, disfrutar de los derechos de sufragio activo y pasivo, así como no estar inhabilitado para ejercer empleo o cargo público por sentencia judicial firme”. Y nada más. ¿A cuántos empleos públicos o privados, se podría aspirar únicamente con esos requisitos? ¿Quién aceptaría que un puesto de responsabilidad estuviera en manos de alguien al que no se le exige una mínima cualificación, formación, capacidad o experiencia?
Con frecuencia y cada vez más, nuestra sociedad esta liderada por verdaderos indocumentados que, en el colmo del cinismo, nos exigen papeles, permisos, licencias y titulaciones para todo y a todos los demás ciudadanos. Unos indocumentados que nos obligan a demostrar nuestras capacidades en casi todos los ámbitos, antes de que se nos permita hacer casi cualquier cosa en la vida y lo que es más grave, antes de que ellos hayan demostrado previamente las suyas.
Con todo, lo peor no es su cinismo o la contradicción que ello supone; tampoco la cerrazón, la estulticia de que hacen gala, o el elemental nivel cultural que a veces demuestran. No; lo peor, salvo algunas contadas excepciones, es que además carecen de cualquier atributo moral o del más mínimo sentido de la responsabilidad o el deber. Como recuerda Marco Tulio Ciceron “No hay, pues, vicio más repugnante que la avaricia, sobre todo en la gente principal y en los que gobiernan la República. Desempeñar un cargo público para enriquecerse no es solamente vergonzoso, sino también impío contra la patria y sacrílego contra los dioses”, para luego continuar diciendo “Los que gobiernan un Estado no tienen medio mejor para ganarse fácilmente la benevolencia de la multitud que la moderación y el desinterés” –señalando acertadamente lo que hoy en día suele ser la excepción-. Y éste es, precisamente, el verdadero drama en el que estamos sumidos y de ello se derivan, prácticamente, todos los demás problemas de nuestra sociedad. No sólo eso, sino que en esas condiciones, la legitimidad moral de nuestros gobernantes para liderar y para exigir cualquier tipo de cualificación al resto de ciudadanos es más que cuestionable.
Un drama y una aberración que nos ha llevado a olvidar que las leyes, las normas y las regulaciones deberían estar al servicio de lo que verdaderamente importa… y no lo que verdaderamente importa al servicio de todos esos códigos. Y es que en ausencia de valores, principios inspiradores y una verdadera moral, todo ese papel únicamente sirve -y malamente-, para limpiar las babas a pseudo-políticos y codiciosos de toda índole, y el trasero de quienes se arrastran ante ellos, bajo su engreída mirada.
Cuando a nuestra sociedad le interesa regular algo, lo regula. Tiene los medios para poder hacerlo. El problema es que ello depende de quienes tienen la obligación y el deber de legislar, de forma que muchas veces lo hacen –o dejan de hacerlo- a su antojo, o exclusivamente en función de sus intereses particulares. Sólo así se explica que con toda esa capacidad para tasar, ordenar, formalizar, administrar, dirigir y exigir –a veces claramente excesiva e intimidatoria-, se hayan olvidado de regular adecuadamente lo más elemental: las cualidades, atributos, características, formación, experiencia y mínimos que debería tener cualquier miembro del Gobierno y por descontado, el mismo Presidente.
Si los políticos quisieran, no existiría el más mínimo problema para legislar sobre el tema, de manera que ello pudiera contribuir a dotar a los sucesivos gobiernos y cargos de dirección del Estado de unos mínimos exigibles. Y si bien ello no constituiría una verdadera garantía –tampoco un carnet de conducir, un título universitario o una licencia de caza lo son y sin embargo se exigen-, al menos supondría que los candidatos cumplen con unos mínimos requisitos.
En este sentido, el debate podría ser tan amplio como quisiéramos. Empezando por la necesidad o no de poseer un título universitario, hasta que se exigiera un determinado número de años de experiencia en la función pública o simplemente la necesidad de hablar algún idioma adecuadamente y en particular el inglés. Por descontado, todo ello podría ser motivo de discusión y habría opiniones de diferente índole. Sin embargo, hay tres aspectos exigibles a cualquier aspirante a un cargo político, que deberían tener un amplio y fácil consenso:
1º - Superar una serie de exámenes psicotécnicos y grafológicos. Ello minimizaría el riesgo de admitir en el Gobierno y en puestos relevantes de la Administración a inmaduros, personas con conflictos de personalidad, emocionalmente inestables o con desórdenes de tipo psicológicos o morales.
2º - Demostrar una experiencia mínima en puestos de responsabilidad. Aquí el criterio podría ser variable según el cargo, pero sería muy razonable exigir un mínimo de dos a cinco años de experiencia, algo absolutamente normal en el mundo empresarial para cualquier puesto de dirección.
3º - Manifestar, por escrito y de forma pública, cuál o cuáles son los principios, motivaciones o valores que le inspiran, comprometiéndose a actuar en todo momento guiado por esos criterios y por encima de cualquier coyuntura política. Por descontado, esos principios deberían estar inspirados en los dos grandes axiomas universales, la inteligencia y el amor y nunca podrían ser contrarios a los valores esenciales: el bien, la verdad y la belleza y el compromiso implicaría la obligación de abandonar el cargo, en caso de que en algún momento fueran incumplidos o traicionados dichos principios.
A los anteriores puntos, que en realidad constituyen una revisión del candidato previa a su elección para un puesto público de relevancia, se sumaría un examen posterior, a modo de valoración de su ejercicio en el cargo. De este modo, en caso de flagrante dejación de funciones o de haber incurrido en importantes irresponsabilidades, se podría retirar la asignación vitalicia que muchos cargos llevan anejos, o incluso exigir las correspondientes responsabilidades legales, tanto por la vía civil, como por la vía penal. Todo esto no es nuevo y ya en la Atenas de Pericles (siglo V a.C.) se hacía algo parecido.
Planteado en estos términos, no debería existir mayor problema para alcanzar un consenso sobre estos puntos, ya que en ellos únicamente se exigiría que los gobernantes fueran personas mentalmente sanas y emocionalmente estables, con una experiencia mínima en puestos de responsabilidad y sobre todo, con una moralidad sometida a los valores esenciales. Además, en caso de flagrante negligencia, se les podría llegar a retirar la pensión vitalicia e incluso, en los casos más graves, incurrir también en una responsabilidad legal. Sinceramente, no creo que nadie pudiera oponerse a esta forma de regular la política y si lo hiciera, sería cuando menos preocupante y para pensárselo dos veces antes de darle nuestro voto o de concederle un cargo de responsabilidad en el Gobierno o en la Administración de un estado.
A partir de ahí, probablemente tendríamos mejores líderes y sin duda estarían más motivados –la posibilidad de perder un sueldo vitalicio o terminar en la cárcel no es pequeño acicate-, que por fuerza contribuirían a crear sociedades más justas, con una mejor convivencia y en donde los problemas serían menores o de otra índole. Líderes que pasarían del ejemplo –no siempre adecuado- a la ejemplaridad –necesariamente excelente-.
Si somos capaces de regular todo aquello que nos interesa y de exigir o fomentar la excelencia en otros ámbitos, no se entiende que aquello que constituye el origen de cualquier otra ordenación y que más directamente afecta a nuestra vida en sociedad, siga sin estar mínimamente regulado. Trasladar la excelencia al mundo de la política debería constituir uno de los principales objetivos de nuestra sociedad y la mejor forma de hacerlo es empezar por exigir a nuestros políticos unos requisitos mínimos. Es algo tan fácil de comprender, como de implementar… pero para ello hace falta que nuestros políticos quieran y no tengan más remedio que hacerlo y el mejor camino para conseguirlo es que el resto de la ciudadanía –toda en su conjunto- exija de manera urgente ese cambio y no admita que pueda ser de otra manera.
Quienes dirigen nuestra sociedad no sólo tienen que ser ejemplo a imitar, sino que de ninguna manera pueden ser indignos representantes de aquellos que les han otorgado su confianza, o incumplir con la enorme responsabilidad que conlleva ese liderazgo. Ya es hora de que aprendamos a discernir que los valores éticos y morales deberían estar por encima de lo que decide o prefiere la mayoría en un momento dado, pues el hecho de que algo o alguien sea democráticamente elegido, por sí solo no constituye garantía alguna en lo que respecta a esos principios ineludibles y ni siquiera, hoy por hoy, implican cualidad, conocimiento o valor alguno, más allá de la habilidad para haber sido elegido frente a otras opciones, cuya valía también puede ser nula. Establecer esa distinción y separar esos conceptos, resulta esencial para la supervivencia de nuestra sociedad, pues como escribía Lucio Anneo Séneca: “En nada hemos de poner mayor empeño que en no seguir, según acostumbran las ovejas, al rebaño que va delante y que caminan, no por donde se debe ir, sino por donde va todo el mundo. Porque ninguna cosa nos proporciona mayores desgracias que aquello que se decide por los rumores: convencidos, además, de que lo mejor es aquello que ha sido aceptado por la mayoría de las gentes, y de éstos tenemos muchos ejemplos; vivimos no según nos dicta la razón, sino por imitación”.
Ya va siendo hora de que los ciudadanos dejemos de imitar y empecemos a razonar... Y pocas cosas hay más próximas a la razón que instaurar la excelencia en la política y hacer de la vida pública algo verdaderamente ejemplarizante, pues de ella depende la ordenación de nuestra convivencia en sociedad, nuestro presente y nuestro futuro.
Por Alberto de Zunzunegui
Así, de acuerdo con la Ley 50 de 1997, “Para ser miembro del Gobierno se requiere ser español, mayor de edad, disfrutar de los derechos de sufragio activo y pasivo, así como no estar inhabilitado para ejercer empleo o cargo público por sentencia judicial firme”. Y nada más. ¿A cuántos empleos públicos o privados, se podría aspirar únicamente con esos requisitos? ¿Quién aceptaría que un puesto de responsabilidad estuviera en manos de alguien al que no se le exige una mínima cualificación, formación, capacidad o experiencia?
Con frecuencia y cada vez más, nuestra sociedad esta liderada por verdaderos indocumentados que, en el colmo del cinismo, nos exigen papeles, permisos, licencias y titulaciones para todo y a todos los demás ciudadanos. Unos indocumentados que nos obligan a demostrar nuestras capacidades en casi todos los ámbitos, antes de que se nos permita hacer casi cualquier cosa en la vida y lo que es más grave, antes de que ellos hayan demostrado previamente las suyas.
Con todo, lo peor no es su cinismo o la contradicción que ello supone; tampoco la cerrazón, la estulticia de que hacen gala, o el elemental nivel cultural que a veces demuestran. No; lo peor, salvo algunas contadas excepciones, es que además carecen de cualquier atributo moral o del más mínimo sentido de la responsabilidad o el deber. Como recuerda Marco Tulio Ciceron “No hay, pues, vicio más repugnante que la avaricia, sobre todo en la gente principal y en los que gobiernan la República. Desempeñar un cargo público para enriquecerse no es solamente vergonzoso, sino también impío contra la patria y sacrílego contra los dioses”, para luego continuar diciendo “Los que gobiernan un Estado no tienen medio mejor para ganarse fácilmente la benevolencia de la multitud que la moderación y el desinterés” –señalando acertadamente lo que hoy en día suele ser la excepción-. Y éste es, precisamente, el verdadero drama en el que estamos sumidos y de ello se derivan, prácticamente, todos los demás problemas de nuestra sociedad. No sólo eso, sino que en esas condiciones, la legitimidad moral de nuestros gobernantes para liderar y para exigir cualquier tipo de cualificación al resto de ciudadanos es más que cuestionable.
Un drama y una aberración que nos ha llevado a olvidar que las leyes, las normas y las regulaciones deberían estar al servicio de lo que verdaderamente importa… y no lo que verdaderamente importa al servicio de todos esos códigos. Y es que en ausencia de valores, principios inspiradores y una verdadera moral, todo ese papel únicamente sirve -y malamente-, para limpiar las babas a pseudo-políticos y codiciosos de toda índole, y el trasero de quienes se arrastran ante ellos, bajo su engreída mirada.
Cuando a nuestra sociedad le interesa regular algo, lo regula. Tiene los medios para poder hacerlo. El problema es que ello depende de quienes tienen la obligación y el deber de legislar, de forma que muchas veces lo hacen –o dejan de hacerlo- a su antojo, o exclusivamente en función de sus intereses particulares. Sólo así se explica que con toda esa capacidad para tasar, ordenar, formalizar, administrar, dirigir y exigir –a veces claramente excesiva e intimidatoria-, se hayan olvidado de regular adecuadamente lo más elemental: las cualidades, atributos, características, formación, experiencia y mínimos que debería tener cualquier miembro del Gobierno y por descontado, el mismo Presidente.
Si los políticos quisieran, no existiría el más mínimo problema para legislar sobre el tema, de manera que ello pudiera contribuir a dotar a los sucesivos gobiernos y cargos de dirección del Estado de unos mínimos exigibles. Y si bien ello no constituiría una verdadera garantía –tampoco un carnet de conducir, un título universitario o una licencia de caza lo son y sin embargo se exigen-, al menos supondría que los candidatos cumplen con unos mínimos requisitos.
En este sentido, el debate podría ser tan amplio como quisiéramos. Empezando por la necesidad o no de poseer un título universitario, hasta que se exigiera un determinado número de años de experiencia en la función pública o simplemente la necesidad de hablar algún idioma adecuadamente y en particular el inglés. Por descontado, todo ello podría ser motivo de discusión y habría opiniones de diferente índole. Sin embargo, hay tres aspectos exigibles a cualquier aspirante a un cargo político, que deberían tener un amplio y fácil consenso:
1º - Superar una serie de exámenes psicotécnicos y grafológicos. Ello minimizaría el riesgo de admitir en el Gobierno y en puestos relevantes de la Administración a inmaduros, personas con conflictos de personalidad, emocionalmente inestables o con desórdenes de tipo psicológicos o morales.
2º - Demostrar una experiencia mínima en puestos de responsabilidad. Aquí el criterio podría ser variable según el cargo, pero sería muy razonable exigir un mínimo de dos a cinco años de experiencia, algo absolutamente normal en el mundo empresarial para cualquier puesto de dirección.
3º - Manifestar, por escrito y de forma pública, cuál o cuáles son los principios, motivaciones o valores que le inspiran, comprometiéndose a actuar en todo momento guiado por esos criterios y por encima de cualquier coyuntura política. Por descontado, esos principios deberían estar inspirados en los dos grandes axiomas universales, la inteligencia y el amor y nunca podrían ser contrarios a los valores esenciales: el bien, la verdad y la belleza y el compromiso implicaría la obligación de abandonar el cargo, en caso de que en algún momento fueran incumplidos o traicionados dichos principios.
A los anteriores puntos, que en realidad constituyen una revisión del candidato previa a su elección para un puesto público de relevancia, se sumaría un examen posterior, a modo de valoración de su ejercicio en el cargo. De este modo, en caso de flagrante dejación de funciones o de haber incurrido en importantes irresponsabilidades, se podría retirar la asignación vitalicia que muchos cargos llevan anejos, o incluso exigir las correspondientes responsabilidades legales, tanto por la vía civil, como por la vía penal. Todo esto no es nuevo y ya en la Atenas de Pericles (siglo V a.C.) se hacía algo parecido.
Planteado en estos términos, no debería existir mayor problema para alcanzar un consenso sobre estos puntos, ya que en ellos únicamente se exigiría que los gobernantes fueran personas mentalmente sanas y emocionalmente estables, con una experiencia mínima en puestos de responsabilidad y sobre todo, con una moralidad sometida a los valores esenciales. Además, en caso de flagrante negligencia, se les podría llegar a retirar la pensión vitalicia e incluso, en los casos más graves, incurrir también en una responsabilidad legal. Sinceramente, no creo que nadie pudiera oponerse a esta forma de regular la política y si lo hiciera, sería cuando menos preocupante y para pensárselo dos veces antes de darle nuestro voto o de concederle un cargo de responsabilidad en el Gobierno o en la Administración de un estado.
A partir de ahí, probablemente tendríamos mejores líderes y sin duda estarían más motivados –la posibilidad de perder un sueldo vitalicio o terminar en la cárcel no es pequeño acicate-, que por fuerza contribuirían a crear sociedades más justas, con una mejor convivencia y en donde los problemas serían menores o de otra índole. Líderes que pasarían del ejemplo –no siempre adecuado- a la ejemplaridad –necesariamente excelente-.
Si somos capaces de regular todo aquello que nos interesa y de exigir o fomentar la excelencia en otros ámbitos, no se entiende que aquello que constituye el origen de cualquier otra ordenación y que más directamente afecta a nuestra vida en sociedad, siga sin estar mínimamente regulado. Trasladar la excelencia al mundo de la política debería constituir uno de los principales objetivos de nuestra sociedad y la mejor forma de hacerlo es empezar por exigir a nuestros políticos unos requisitos mínimos. Es algo tan fácil de comprender, como de implementar… pero para ello hace falta que nuestros políticos quieran y no tengan más remedio que hacerlo y el mejor camino para conseguirlo es que el resto de la ciudadanía –toda en su conjunto- exija de manera urgente ese cambio y no admita que pueda ser de otra manera.
Quienes dirigen nuestra sociedad no sólo tienen que ser ejemplo a imitar, sino que de ninguna manera pueden ser indignos representantes de aquellos que les han otorgado su confianza, o incumplir con la enorme responsabilidad que conlleva ese liderazgo. Ya es hora de que aprendamos a discernir que los valores éticos y morales deberían estar por encima de lo que decide o prefiere la mayoría en un momento dado, pues el hecho de que algo o alguien sea democráticamente elegido, por sí solo no constituye garantía alguna en lo que respecta a esos principios ineludibles y ni siquiera, hoy por hoy, implican cualidad, conocimiento o valor alguno, más allá de la habilidad para haber sido elegido frente a otras opciones, cuya valía también puede ser nula. Establecer esa distinción y separar esos conceptos, resulta esencial para la supervivencia de nuestra sociedad, pues como escribía Lucio Anneo Séneca: “En nada hemos de poner mayor empeño que en no seguir, según acostumbran las ovejas, al rebaño que va delante y que caminan, no por donde se debe ir, sino por donde va todo el mundo. Porque ninguna cosa nos proporciona mayores desgracias que aquello que se decide por los rumores: convencidos, además, de que lo mejor es aquello que ha sido aceptado por la mayoría de las gentes, y de éstos tenemos muchos ejemplos; vivimos no según nos dicta la razón, sino por imitación”.
Ya va siendo hora de que los ciudadanos dejemos de imitar y empecemos a razonar... Y pocas cosas hay más próximas a la razón que instaurar la excelencia en la política y hacer de la vida pública algo verdaderamente ejemplarizante, pues de ella depende la ordenación de nuestra convivencia en sociedad, nuestro presente y nuestro futuro.
Por Alberto de Zunzunegui
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