Así que riámonos de nosotros mismos, de nuestras cuitas, de nuestras congojas, de ese tobogán inclinadísimo en el que se ha convertido el parqué de la Bolsa, una bajada aquí y otra bajada allá, con lo divertido que es lanzarse, como cuando éramos niños... Es decir, tomemos este desastre como una aventura, que ya tendremos tiempo para cambiar las cosas después de un atracón de risas, por favor, que en España al menos nos queda la familia, que se ha convertido en el mejor subsidio para el desempleado, no como en Francia y otros países del norte, que allí sí que son desgraciados porque disolvieron la familia hace muchos lustros. Y aunque sé que las cosas no les van tan mal, al que se arruina sólo le queda la ruina. Y al que se mantiene, sólo le quedan unos títulos, unas participaciones, papeles impresos que no pellizcan el corazón como lo hace el abrazo de un padre, el beso de una madre, el calor de los hijos que revolotean alrededor.
Como voy a reírme de mí mismo, empezaré por confesarles que el otro día caí en falta, yo que soy un tipo serio e impecable. La cajera de una gasolinera, después de llenar de carburante el depó-sito de mi motocicleta, me tentó con una apuesta para uno de esos juegos que se celebran cada día. ¡Una apuesta! A mí, que ni siquiera juego en el sorteo de la Lotería en Navidad porque desprecio el dinero ganado sin esfuerzo… Y piqué, claro, que tampoco fue para tanto, un euro nada más a cambio de un papelito con 11 números del uno al cien, si esto no lo gana nadie, le dije, que no conozco a una sola persona a la que le haya cambiado la suerte por tan poquito. Y ella, la cajera, sonrió, que era muy amable, y empezó habla que te habla, a cantar las glorias del juego, que si le han dicho, que si conoce, que si riquísimo, que si… Antes de marcharme, me pidió que regresara si aquella noche me convertía en el afortunado. Que me acordara de ella para compartir la lluvia de dinero. Que le regalara un pellizco. Con un pellizquito se conformaba.
Y ahora viene lo irrisorio: en cuanto me subí a la moto comencé a fabular. La fábula de un hombre rico de un plumazo, la fábula de quien devuelve sus deudas con la suficiencia del millonario, la fábula de aquel que se molesta en hacer obras de caridad sin dejar de observar su mano derecha, la fábula del que empieza a viajar por el mundo mundial y se hospeda en los mejores hoteles, de quien envía su automóvil al desguace al tiempo que solicita un coche nuevo con todo tipo de extras, la fábula del que se concede ese capricho, y aquel otro y el de más allá, la fábula del que costea las ediciones de sus novelas y mira, condescendiente, por encima del hombro, a sus viejos editores… Les confesaré que llegué a mi destino sin apenas darme cuenta. Tuvo que ser por entonces cuando a la lechera se le cayó el cántaro al suelo, evaporándosele el listado completo de sus afanes.
No me tropecé ni caí sobre la acera, aclaro. No atropellé a ningún peatón ni me golpeé de frente contra un taxi. El asunto tuvo menos espectáculo del que merecía; lo que desvaneció aquella fútil ensoñación no fue otra cosa que acordarme de los míos: de mi mujer y de cada uno de mis cuatro hijos. De mis hermanos y cuñados. De mi suegra y demás parentela. De mis amigos. De mis compañeros de trabajo. De los que no están. De mis lectores y de aquellos a los que no les gustan mis libros. Todos ellos fueron responsables de mi caída del caballo, porque son (todos y cada uno) razón para sentirme inmensamente rico. No de dinero, claro. Pero es que la riqueza en monedas y billetes es una circunstancia muy menor, a pesar de que buena parte de la humanidad gaste todas sus potencias en conseguirla. La otra, la mía, la de todos ustedes, es una riqueza mucho más importante y sutil, ya que es la única que asegura el premio de la felicidad. El dinero, sin embargo, muchas veces se convierte en un impedimento para ser feliz, ya que su abundancia tanto como su carencia nos sumen en un hondón de amargura, salvo que alguien nos enseñe a compartirlo (también la carencia de dinero se puede compartir), y a compartir sus frutos.
Por cierto: no acerté un solo número.
Por Miguel Aranguren
Publicado en EPOCA
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