Había pasado más de una hora lluviosa desde que el humo blanco anunciara la buena nueva. La Plaza de San Pedro era un hervidero de paraguas multicolores bajo los que aguardaban los rostros esperanzados de cientos de seres humanos que alzaban los ojos, impacientes por ver abrirse las puertas del balcón por el que haría su aparición el nuevo Obispo de Roma y Guía espiritual de la Iglesia Católica.
Curiosamente todos los rostros parecían contentos a pesar de desconocer quién iba a calzar, a partir de ahora, las sandalias del Pescador. En verdad pensé, ésta no es una elección al uso. La mayoría de los presentes habría sido bautizada, pero muchos de ellos a duras penas cumplirían con los Mandamientos de la Iglesia. Escasamente un puñado de los presentes conseguiría algún beneficio material fuera quien fuese el elegido; nadie de entre ellos habría podido votar a su candidato favorito; ninguno era conocedor de su programa de actuaciones; no habían visto su rostro repetido hasta la saciedad en los medios de comunicación ni habían escuchado sus promesas, y ni tan siquiera conocían a sus adversarios, si es que los tenía; no contaban por tanto con el menor dato orientativo que justificara su permanencia allí en medio de aquel gentío en esa tarde de perros, ni mucho menos era fácil de entender que todos ellos compartieran esa sensación de paz interior, de alegría compartida, de ilusión colegiada que se mascaba… pero allí estaban.