"Llegará un día en que nuestros hijos, llenos de vergüenza, recordarán estos días extraños en los que la honestidad más simple era calificada de coraje". Yevgeny Yevtushenko
Vivimos en un mundo que día a día se hace más pequeño. En una alocada carrera por aumentar la curvatura de nuestra esfera, las fronteras reales se difuminan y desaparecen, por más que haya quien se empeñe en atizar o levantar barreras virtuales o desvirtuadas; irresponsables, irreales, imposibles... trasnochadas. Un mundo menguante, en donde las ideologías engañosas y deformes crecen imparables, hundiendo sus raíces parásitarias y trepadoras en la abundancia de nuestra torpeza, de nuestra cerrazón, de nuestra incultura; de nuestra visceralidad. Obesidad mórbida del ego, por encebamiento a base de necedad.
Y todo ello a costa de la ética, enferma de anorexia, pues poco tardamos en vomitar virtudes como la prudencia, la templanza, la fortaleza y la justicia, si con ello andamos más ligeros de equipaje para alcanzar ese paupérrimo y fugaz éxito social, por el que casi todo lo damos. Hasta el orgullo y el honor nos ponemos por montera: si es necesario los brindamos al respetable de los tendidos, sin importar sí caerán sobre la arena por el lado adecuado o del revés. Todo por la pasta; todo por la pose. Y al final del pasillo, la discapacidad... la discapacidad ética, derribando a hachazos la puerta tras la que se esconden, aterrados, nuestros sueños; nuestros proyectos; nuestra felicidad.
Por desgracia y por encima de fronteras y continentes, la situación no es sólo algo típico de nuestra maltrecha España: es extrapolable a otras muchas regiones del planeta, en donde la ética también se encuentra postergada y anoréxica. El relativismo y la subjetividad, el economicismo galopante o ese bárbaro y aberrante proceder de una casta política irresponsable e indigna, que tan miserablemente antepone lo propio al bien común, campan a sus anchas entre los bastidores de la mayoría de las democracias. Con todo, tener que ir de tapadillo para ejercer la sinvergonzonería es casi una suerte, comparado con las macabras representaciones que abiertamente tienen lugar en los escenarios de los sistemas autoritarios, a la luz de los focos y al calor de su tórrida y bífida propaganda.
En unos y otros, la ética y la moral son travestidas con el maquillaje esperpéntico de las ideologías, buen disfraz para la indecencia y la indignidad que, a tan alto precio, políticos y especuladores sin escrúpulos, venden al resto de la raza humana.
Son malos tiempos para dar la cara ante la Vida, para no bajar la mirada ante nuestra conciencia. Lo misérrimo se ha encumbrado hasta la cima social y los principales puestos de liderazgo y responsabilidad; desde allí se obceca en desterrar a todo aquello que pueda poner en riesgo su oscuro reinado, ignorando que al final serán amos de un páramo, gobernadores de un erial, reyes de un yermo. De un mundo tan vacío como su conciencia, en donde únicamente se escucha el estruendoso silencio de su miserable condición: verdaderos majaderos, necios e iletrados, que componen una cohorte de los más indignos personajes que hayan podido poblar la tierra desde el principio de los tiempos.
La indignación crece y también supera fronteras.
Por Alberto de Zunzunegui
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