En estos tiempos de cambios continuos, uno se va acostumbrando y desacostumbrando a las cosas, sin apenas percibirlo. Todo va adquiriendo un tinte de provisionalidad, que no sé si es bueno o no, pero que en algunas ocasiones amedrenta, por la fugacidad y banalidad de mucho de lo que emprendemos.
Así las cosas, no es raro que se esté produciendo un desapego hacia todo y hacia todos; un ensimismamiento general; un egoísmo a ultranza, disfrazado torpemente de competitividad; un diálogo absurdo hombre-máquina, en el que millones de ojos se estrellan cada día frente a gélidas pantallas varias, desde las que establecemos contacto con seres más o menos desconocidos del resto del planeta, mientras cada vez resulta más difícil cruzar miradas o palabras con nuestro vecino, perder -que es ganar- una horas de charla: de cambio de impresiones; de vida propia, gestual, auténtica y no computerizada.
En este ir y devenir apresurado, se van quedando por el camino partes significativas de nuestra vida, sin que hagamos la menor mueca y, sobre todo, sin que seamos capaces de entender, que si ahora su utilidad es nula, tiempo hubo en que nos sirvieron con eficacia, y deberíamos, al menos, despedirnos de ellas emocionadamente, detenidamente, valorando lo beneficioso que puede resultar su sustitución, sin que ello implique el desprecio por lo que significó en otra época, lo que ahora ya no es de utilidad.
El tiempo pasa y nos pasa y ya hace trece años que uno de los vocablos más utilizados por nosotros, se convirtió tan solo en una entrada más en los diccionarios, envuelta con ese apelativo lleno de nobleza pero tristón, de "antiguo". Hablo, efectivamente, de nuestra peseta, que murió a los ciento treinta y un años, sin que hubiera nadie que pagara por ella ni tan siquiera una esquela en el ABC.
Así, a primer golpe de vista, no hemos caído en la cuenta de que nuestro lenguaje, también sufrió algunas modificaciones cuando hizo su aparición definitiva el flamante euro. Eran innumerables las expresiones y los giros acuñados en torno a esta castiza, pobretona y dicharachera moneda, que entraron, con más pena que gloria en la jubilación; esa residencia de ancianos entrañables que alberga también a sus hijos; los cuartos, los reales, las perras -gordas o chicas- y los duros, que con tanta gracia incorporaron nuestras gentes al lenguaje popular español.
Ya nadie trabaja por unas cochinas pesetas, aunque la mayoría no gana ya ni cuatro cuartos. No encontramos a alguien que sea más salado que las pesetas, como tampoco decimos ya para zanjar discusiones: para ti la perra gorda o que te den dos duros. Por supuesto, tampoco recomendamos a nuestros hijos que miren por la peseta, al igual que ya no venden regaliz a perra chica la tira. Estos y otros giros, unos desaparecidos y otros a punto de desaparecer, fueron olvidados en un plis plas sin que, por el momento, el saber y el sabor popular haya sido capaz de sustituirlos por otros, para que las nuevas generaciones gocen de sus propias expresiones y puedan hacerlas tan suyas, como aquellas lo fueron nuestras.
Lo curioso de este cambio, es que ahora que la peseta ya no esté en circulación, es cuando comenzamos a valorar la importancia que tuvo en este camino que ha desembocado en la moneda común, y quizá, por una vez, seamos capaces de reconocer, que la lucha por conseguir ganarnos unas pesetas más con ímprobo esfuerzo, llenó noblemente nuestra vida y la de quienes nos precedieron, poniendo los cimientos de esta apasionante pero dificilísima aventura en la que, pueblos distintos y distantes nos embarcamos juntos.
Se abrió entonces ante nosotros, un camino que se vislumbraba lleno de posibilidades, al tiempo que se eliminaban muchas de las fronteras que tanto dolor y muerte habían propiciado en el pasado, y que dificultaban la vía al conocimiento y al respeto mutuo.
De pronto, nuestro pequeño país, el pequeño país de muchos hombres y mujeres de bien, se extendía y agigantaba por los cuatro puntos cardinales, enriqueciéndose con la suma de todas las capacidades que los europeos iban a aportar, aunque no sé si éramos lo suficientemente conscientes del esfuerzo que, cada uno de los integrantes de esta unión habíamos de hacer, para que de verdad funcionara. No son las liras, los marcos, los francos, los escudos, las libras o las pesetas, las que unen ni separan pueblos, por más que hayamos convertido nuestra historia en un manual de economía. Eso queda muy bien para los grandes tratadistas y el juego político. Lo que de verdad acerca o aleja, lo que en definitiva construye o destruye, somos los seres humanos, uno a uno, codo con codo, ilusión con ilusión, alma con alma. ¿Alguien lo duda después de contemplar el espectáculo fantástico de ese grupo de hombres que, haciendo filigranas con un balón, encandilan, emocionan y alegran a toda una nación esquilmada y demasiado entristecida hace ya tiempo?
Hasta el momento parece que hemos sobrehilado nuestra unión con una brillante aunque engañosa moneda, pero lo que también ha quedado dolorosamente demostrado es que tenemos un angosto y espinoso camino que recorrer hasta reforzar a modo las puntadas, aprendiendo a conocer nuestras similitudes y diferencias, respetando nuestra idiosincrasia, valorando nuestras especificidades positivamente, y aprendiendo, sin posible ayuda del ordenador, esa materia tan difícil, que se llama convivencia.
Después de este empacho de penosos resultados económicos, en el que unos y otros nos han sumergido, llegamos a la conclusión de que las gentes y los pueblos de Europa somos, ya de por sí, tan varios, que el ejercicio de nuestra propia aceptación en lo diverso, debiera haber sido el mejor entrenamiento para los dificilísimos partidos que se nos avecinaban, y no fue así, tuvimos que presentarnos a una final sin conocer a los contendientes, ni los campos de juego, ni los árbitros con los que habríamos de enfrentarnos, ni tan siquiera la duración de la contienda. Nunca fue más olvidado nuestro refrán: “Antes de tomar casa donde morar, mira su vecindad”.
A la vista de la insostenible situación creada, en la que no sólo parece de ciencia ficción abonar nuestra deuda, sino, y lo que es peor, el simple pago del interés nos está llevando a la ruina, no son pocas las voces que plantean hoy la vuelta de la peseta como remedio a tanto desmán y derroche que va descubriéndose poco a poco para desesperación de tirios y troyanos, yo dejo aquí la idea sin más pretensiones porque… economistas tiene la santa madre patria.
Mucho me temo que ya sea tarde para aplicar tamaña medida, pero aún estamos a tiempo de emprender la ardua tarea de procurar una comunión, que no se base, tan solo, en la aceptación de esa moneda, que nunca en tan poco tiempo hizo a tantos tan pobres, sino en la convicción de que nuestras capacidades individuales, y características -que nunca debieron ser olvidadas ni preteridas-, unidas a las de los demás pueblos que ahora conforman este enorme mapa común, posibiliten un mundo mejor para todos y una historia hermosa que poder contar en distinta lengua y en idéntico tono a nuestros nietos cuando, dentro de unos años, les hablemos de que hubo un tiempo en que antes de que España ganara deportivamente todos los triunfos habidos y por haber, empleábamos una moneda humilde que fue primero de plata, después de bronce, casi rubia, y luego, al hacerse mayor, encogió, encaneció y aún diminuta, siguió siendo entrañable, y fue nuestra amable, aunque escasa, compañera durante media vida.
Por Elena Méndez-Leite
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