“La mayoría de los líderes políticos adquieren su posición al lograr que un gran número de personas crean que estos líderes se mueven por deseos altruistas”. Bertrand Russell
En contraposición a esos períodos en los que el ser humano, su cultura, su arte y su espiritualidad brillan con luz propia, la historia más reciente de España y de una buena parte de Europa, será recordada en los manuales de historia como una época de postergación y oscurantismo, en donde la política, esa prestigiosa ocupación que en el pensamiento de Platón se resume como “el arte de gobernar a los hombres con su consentimiento”, se ha ido degradando hasta el punto de convertirla en una de las principales preocupaciones de los ciudadanos. Preocupación manifestada no como un interés por el devenir de la actividad política, o por el noble arte de gobernar un estado, una comunidad o un municipio, sino preocupación entendida como sinónimo de problema; como algo que junto al paro, la crisis económica, la corrupción o el terrorismo –por citar algunos de sus más inmediatos rivales en la escala de preocupaciones-, produce intranquilidad, desasosiego, incertidumbre, tristeza, temor, terror y hasta aversión. Y también mucha miseria: miseria económica, miseria cultural, miseria intelectual... miseria ética.
Hasta tal punto nos empobrece y se ha degradado la actividad política, que los ciudadanos ya la perciben como el tercer problema más importante que tiene España (1), únicamente superado por el paro y la crisis económica. Lamentablemente, los partidos, la clase dirigente y hasta la propia política, se han convertido en un insaciable horno crematorio, que reduce a cenizas nuestras ilusiones, nuestros sueños, nuestra felicidad, nuestra prosperidad y hasta nuestro futuro. Un báratro en donde también confluyen la justicia, el honor, la honestidad, la ética y los valores, que debidamente amortajados por nuestra indolencia, pasan a mejor vida sin llevarse siquiera un mísero responso impersonal, o una fugaz lágrima que pudiera rielar durante un instante sobre nuestros ojos apagados. A lo sumo y azorados, nos desprenderemos de una furtiva gota de cordura y sensibilidad, que a su paso irá dibujando una brillante cicatriz sobre nuestra mejilla, hasta terminar cayendo por el brocal que levantamos ante el pozo de lo que fue y de lo que debería haber sido. Allí terminan nuestros mejores sueños y la mayoría de los buenos sentimientos que atesoramos durante algún que otro momento de lucidez, o en los breves ataques de responsabilidad que soportamos cada vez que la vida nos levanta la voz.
Dado que los manuales y los autores tradicionales definen la política como un arte, el arte de gobernar, uno se pregunta si no habremos llegado también a corromper el sentido de la política a base de aceptar esa definición de arte –hija bastarda del relativismo al uso- que nos dan las modernas “ciberenciclopedias” y que reza “la definición de arte es abierta, subjetiva, discutible” (2), lo cual significa que cualquier engendro puede ser constitutivo de ser calificado como arte... Peor aún, puesto que la perspectiva de que el concepto actual de arte político pueda ser similar al que habitualmente nos venden como arte contemporáneo es, si cabe, todavía más aterradora: salvo pocas excepciones y alguna aislada genialidad, existe toda una pléyade de sinvergüenzas, mediocres, zotes, corruptos y amorales, metidos a político-artistas, que pretenden vendernos como política cualquier engendro "abierto, subjetivo y discutible", que normalmente -será casualidad-, está perfectamente diseñado para beneficiar a sus autores o a la partitocracia imperante, la manta que les cobija.
A pesar de lo que la modernidad, la post-modernidad, la contemporaneidad, o de lo que el papanatismo pandémico pretenda inocularnos, me resisto a dejar de concebir la política como un verdadero arte, es decir como algo que implica –o debería implicar- conocimiento, destreza, maestría, belleza y ser digno de admiración. Lamentablemente, la creación artística planteada en esos términos, ha ido desapareciendo de la política y también de la mayor parte de nuestras galerías de arte. Al mismo tiempo, desde infinidad de casas de cultura, algunas de ellas construidas al calor de recalificaciones indiscriminadas, de cohechos de colchón, bar o gasolinera y atizadas por los gastos suntuarios de otras tantas corporaciones municipales irresponsables, se vomitaban, entre espasmos electorales, muestras y exposiciones de medio pelo -o de medio artista-, cuyo contenido en arte apenas solía sobrepasar unas escasas trazas. Municipios que hoy contemplan, desde la bancarrota y el estupor de la resaca, todos esos monumentos funerarios, erigidos para albergar el cadáver embalsamado y momificado de nuestro sentido común.
De esta manera y de forma más o menos perceptible, el arte en la política se ha ido evaporando hasta casi desaparecer por completo, dejando tras de sí un cerco cristalizado de residuos esperpénticos, cuya forma recuerda vagamente al modelo original, por más que los marchantes de algunos medios de comunicación y el marketing trasnochado de los partidos, sigan intentando vendernos el bodrio como si fuera obra auténtica, original o de calidad. Basura esmaltada al calor del egoísmo, desparramada sobre lámina de incultura expandida y rodeada por un paspartú de indolencia… Una magnífica presentación, pero basura, al fin y al cabo. Si al menos lo enmarcado fuera únicamente aire, se podría respirar sin necesidad de tener que taparse la nariz.
No sólo eso, sino que al desaparecer el arte de la política, terminó arrastrando tras sí al término “gobernar” -mandar con autoridad o dirigir algo-, pues hace ya mucho tiempo que los políticos perdieron cualquier autoridad moral respecto a sus actuaciones o respecto a su habilitación para el mando. En realidad, han dejado de dirigir adecuadamente nuestra sociedad, para centrarse mayoritariamente en ocupar su tiempo –casi de forma enfermiza- en la búsqueda activa de aquello que, fundamentalmente, satisface sus intereses particulares o sus más oscuros objetos de deseo. Algo que, en personas de exiguos valores éticos, normalmente discurrirá por caminos divergentes, respecto a los intereses de la sociedad a la que supuestamente administran y representan.
De lo que no cabe duda es que los gobiernos nacionales, autonómicos o locales, en teoría resultado y máxima expresión de ese supuesto arte político, quedan muy alejados de esas otras palabras de Platón, "El gobierno será perfecto cuando en él aparezca la virtud de cada individuo, es decir, cuando sea fuerte, prudente y justo" (3), de las de Marco Tulio Cicerón, “La protección del Estado va dirigida a utilidad no de quién la ejerce, sino de los que están sometidos a ella” (4), o de las de Léon Ollé-Laprune, "El papel del Estado será entonces formar ciudadanos en la virtud: su tarea será la de educarlos para que actúen rectamente, enseñarles a perseguir un fin noble en la vida y encaminarse hacia él con paso firme". (5)
Esas son, entre otras, las máximas aspiraciones a las que debería apuntar el arte de hacer política y constituir su verdadera razón de ser. Quien pretenda dedicarse a ello teniendo como objetivo la mera acumulación de poder, la búsqueda del lucro personal o la infiltración de ideología contraria a los valores más elementales, estará vendiendo bazofia contemporánea como si fuera arte, pervirtiendo y degradando el concepto de "política". Un término cuyo origen primigenio deriva del griego politikós, que hacía referencia a aquello que era propio del estado, de los ciudadanos. De hecho los griegos diferenciaban claramente los temas relacionados con la política (politikoí), con aquello perteneciente al ámbito personal (idiotikoí), que más adelante serviría para denominar a lo personal y ajeno a la política, e incluso a los no instruidos, convertidos en idiotes, que no fueron sino los antepasados etimológicos de nuestros actuales idiotas. Y ya que traídos hasta aquí desde la Grecia clásica, es inevitable señalar que en nuestra zozobra ética e intelectual, hemos terminado por convertir en políticos a verdaderos idiotas -en la acepción más actualizada del término-, carentes de toda maestría, arte y oficio. De ahí los bodrios que a tan alto precio nos venden, como si fuera política, expuestos sobre las paredes que aún se levantan entre las ruinas de nuestra sociedad.
Empezaba este artículo con Bertrand Russell y con él termino: “El mundo que desearía ver es uno en que las emociones sean fuertes pero no destructivas, y donde, porque están reconocidas, no conduzcan al engaño, ya sea al propio o al de otros. Este mundo tendría lugar para el amor, la amistad, la búsqueda del arte y el conocimiento”. (6)
Recuperar el arte de hacer política también podría contribuir a que algún día todos pudiéramos ver ese mundo... o uno parecido.
Por Alberto de Zunzunegui
NOTAS:
NOTAS:
(1) CIS, barómetro social de julio 2011
(2) Wikipedia, Arte
(3) Platón, La República (Libro VI)
(4) Marco Tulio Cicerón, Sobre los deberes, Ediciones Altaya, 1994
(5) Léon Ollé-Laprune, Essai sur la morale d’Aristotele, (1881), Kessinger Publishing, 2009
(6) Bertrand Russell, Sociedad Humana: ética y política, (1954), Ediciones Altaya, 1998
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