A la memoria de John Ruskin
En los libros, como en otras muchas cosas, también hacen mella las modas. De repente la autoayuda ha hecho furor, y se cuentan por cientos las publicaciones que nos enseñan a conocernos y a mejorarnos, a querernos y a valorarnos, a consolarnos y a defendernos, a sobreponernos y a elevarnos, a desinhibirnos y a implicarnos.
Si se trata de novela histórica, en los últimos tiempos proliferan las de héroes medievales, tesoros escondidos, reinas desconocidas o amantes desdichados. Los anaqueles de las librerías se llenan de obras españolas y extranjeras que tocan, y algunas hasta profundizan con gran acierto en esos temas, una y otra vez.
Desde hace unos años, también han sido varias las novelas río que tienen como motivo o escenario la construcción de catedrales. El éxito de Los Pilares de la Tierra,- con película incluida- y de Un mundo sin fin del americano Ken Follet, de Pájaros negros sobre la Catedral de Vanderberg o de la Catedral del Mar de nuestro Ildefonso Falcones, ha propiciado que haya un aumento de visitas a las catedrales europeas y, en lo concerniente a catedrales, España por belleza, magnificencia, e incluso abundancia, se lleva la palma.
Uno tiene la percepción de que esos recorridos se realizan ahora de una manera más pausada, más consciente y con mayor interés pedagógico. El turismo va agrandando sus miras, y ya no resulta chocante observar el empeño, no ya de disfrutar de la belleza de estas construcciones, sino de conocer las características, los intríngulis y los recovecos, de los distintos períodos y estilos en que cada una de ellas fue moldeada. Es esta, sin duda, una tarea más complicada de lo que a simple vista pueda parecer. El esfuerzo se redobla para quienes apenas contamos, en nuestros planes de estudio, con unas someras nociones de los movimientos arquitectónicos y con una docena de vocablos básicos de un léxico amplísimo y de extraordinaria sonoridad; Entablamento, arquitrabe, dovela, cimborio, campanil, transepto...
Llegados a este punto, debemos romper una lanza por el papel que la publicidad y algunos medios de comunicación, a menudo tan denostados, desempeñan en este proceso educativo de masas, al menos como incitadores de la curiosidad de la población, sobre las mil y una manifestaciones de las artes y de las ciencias. Si a comienzos del siglo pasado, el impenetrable alquimista francés Fulcanelli hubiera tenido la fortuna de contar con una campaña de propaganda adecuada para su esotérico ensayo, muchos habrían gozado de la lectura de ese curioso y difícil canto al gótico que entona en su Misterio de las Catedrales. Y en otro orden de géneros y en esa misma época, si alguien hubiera publicitado debidamente la fantástica descripción que de las “claverías” incluyó Blasco Ibáñez en La Catedral, aún permanecería en nuestras mentes. O si mas tarde a Mallorquí le hubieran hecho una entrevista a tiempo en alguna de las múltiples cadenas de televisión en horario adecuado –prime-time- muchos más de nuestros jóvenes habrían disfrutado de su fantástica Catedral de la Baja Edad Media.
Y ya puestos a ordenar las piedras con los autores que las amaron, quiero hablarles ahora de John Ruskin, escritor impresionista británico y el mas importante teórico y crítico de arte del XIX, a más de sociólogo, filósofo y poeta. Esteticista moral, su idealismo le hizo luchar contra el materialismo de la era victoriana y los peligros de la industrialización, y detener su mirada, larga y profundamente, en la belleza de las cosas en abstracto, y en la obra elaborada pacientemente por el artista en concreto. Su pasión por la arquitectura le llevó a escribir dos piezas magistrales que nadie debería morir sin leer, y de las que luego hablaré. Las Siete Lámparas de la Arquitectura y, las Piedras de Venecia.
John fue un niño precoz de una acomodada familia cristiano-evangélica, dedicada en sus orígenes a la elaboración de vinos generosos. Resulta curioso conocer que su abuelo se asoció con la familia Domecq para conseguir un delicioso jerez, que alegró los paladares británicos del siglo XVIII.
Recibió una educación exquisita aunque solitaria. A menudo acompañaba a sus padres en sus viajes por Europa, por lo que se despertó en él una afición temprana por la escritura como medio de comunicar sus inquietudes, ante las diversas manifestaciones artísticas que tuvo ocasión de contemplar. Apenas pasada la pubertad y con una salud delicada, la posibilidad de que sufriera una tuberculosis propició que lo llevaran a Italia en busca de climas menos rigurosos y, aunque regresó a Oxford, su nostalgia por disfrutar in situ de los tesoros del arte italiano, le hizo regresar en 1845 y volver en multitud de ocasiones más.
En la vida del joven John, hay una circunstancia que influiría de forma determinante en su afición por la pintura: A los trece años recibió como obsequio de un granjero amigo, una edición del poema Italy de Byron, enriquecida con láminas de grabados de JMW Turner. Desde el momento en que vio aquellos grabados, tuvo la certeza de que la impresión que le habían producido no se borraría jamás, y así se convirtió primero en rendido admirador del pintor romántico inglés, y tiempo después en su valedor ante el mundo, ya que, el “pintor de la luz” muy valorado en círculos restringidos, era desconocido para el gran público.
Aunque entonces Ruskin lo ignorara, Turner y él, dos seres extraordinarios, tendrían en común una infancia precoz; el apasionado amor por el arte; los viajes; la soledad y unos rasgos de demencia, que en ambos se manifestarían al final de sus vidas.
En 1840 se cumpliría uno de sus más anhelados sueños. Con ocasión de una cena en casa de unos amigos comunes, tuvo oportunidad de conocer al sublime artista y, esa misma noche, lo define en su diario como “El hombre más importante de esta época... un caballero inglés algo excéntrico y de mal carácter, de maneras un tanto tajantes, al que irritan sobremanera las hipocresías de toda índole. Agudo, un poco egoísta y muy intelectual”. Esa primera impresión del crítico se correspondía fielmente con la realidad, y él sería uno de los primeros en ser victima , no sólo de su egoísmo, sino de su ingratitud.
Ruskin había dedicado ya el primer volumen de sus Pintores Modernos al panegírico del pintor. Afirmaba que “era el artista que de manera más conmovedora puede medir el temperamento de la naturaleza”, y había dedicado más de más de una veintena de páginas a describir los cielos de sus lienzos con un cuidadísimo lenguaje, digno de ser saboreado como el exquisito jerez de su antepasado. Turner, sin embargo no hizo el menor aprecio, y jamás llego a reconocer públicamente la contribución impagable de Ruskin a la difusión de su obra, sin la cual jamás habría gozado del lugar de privilegio que luego llegaría a ocupar.
No obstante, y a pesar de esta ingratitud que duraría de por vida, cuando el pintor murió en 1851, le nombró entre sus albaceas.
Mientras que Turner dejó una obra de trescientos óleos y más un millar de acuarelas y dibujos, Ruskin era consciente de sus propias limitaciones con el pincel, por lo que nunca se atrevió a ejecutar un óleo en tela, pero dibujaba con pasión todo aquello que le parecía hermoso para “atraparlo” y poder disfrutar de ello. Era consciente de que, con el tiempo, todo la bello que se presentaba ante sus ojos, mudaría de aspecto, desaparecería, se perdería o ya no estaría a su alcance, pero sus dibujos siempre permanecerían junto a él y a ellos podría volver la mirada cuando ya flaqueara su memoria. Así, resulta curioso observar el contraste con Turner que pintaba, sobre todo, el esfuerzo de los hombres, su dolor y su muerte.
Esta relación, aunque importante, solo fue un aspecto de la vida de nuestro esteta. En 1846 aparecen dos volúmenes más de sus Pintores Modernos en los que defiende la superioridad de los paisajistas de la época frente a los clásicos. Dos años después casó con la escocesa Euphemia Gray. Fue éste un matrimonio apresurado, disfuncional y fracasado en origen. Apenas tenían nada en común, Euphemia, diez años más joven que su esposo, disfrutaba con fruición de la vida en sociedad, las cenas, las tertulias, los coqueteos y los bailes de la época, mientras que a John, viajero y lector infatigable, le encantaba recorrer junto a ella la campiña francesa, los Alpes y Venecia, pero prefería, al regresar al hogar, vivir lejos del mundanal ruido, estudiando, escribiendo, dibujando o disfrutando de sus Turner, que permanecieron siempre muy cerca de él incluso en su dormitorio, hasta su muerte en la casa familiar de Brantwood. Tras una convivencia difícil y oscura se separaron. Euphemia casaría después con el insigne pintor Millais.
- Al hilo de esta turbulenta relación, y por si hay algún cinéfilo entre nuestros lectores, les diré que, curiosamente, para estos días está previsto el comienzo del rodaje en Hollywood de la película “Effie”, sobre este triángulo amoroso. Con guión de Emma Thompson y dirección de Richard Laxton. La actriz Dakotta Fanning encarnará a Euphemia Gray -
Ya sin su esposa, Ruskin continuó escribiendo y viajando. Considerado uno de los padres del Medievalismo del XIX y alma mater del Movimiento Arts & Crafts, que revindicaba, en plena época victoriana, la restauración de las artes y oficios medievales, afirmaba que “cada objeto debería tener algo del pasado sublimado por la elegancia” y renegaba de la producción en masa, propugnando la victoria del hombre sobre la máquina. Este movimiento estuvo animado principalmente por William Morris, artesano, impresor, diseñador, poeta y activista político, y tuvo gran influencia de 1915 a 1925 en arquitectura, artes decorativas y diseño de jardines.
Apoyó también con sus escritos y económicamente el prerrafaelismo, que había sido fundado en Londres por Millais Rosseti y Hunt y que defendía la observación de la naturaleza y el regreso al detallismo minucioso y colorido luminoso de los primitivos italianos y flamencos anteriores a Rafael. Los prerrafaelistas, que fueron muy contestados, encontraron en el valimiento de nuestro Erudito en arte, una fuente de aliento que les permitió sobrevivir durante más de un lustro.
Hacia 1860 Ruskin comenzó a manifestar desordenes mentales, fantasías obsesivas y depresión. A pesar de ello, en el 69 comenzó a impartir su asignatura de Bellas Artes en Oxford hasta el año 79. Fundó la Compañía de San Jorge, y en sus últimos años dedicó gran parte de sus mermadas energías a impregnar de su visión de la belleza gótica la construcción del Museo de Historia Natural de Oxford, con su amigo el profesor de Medicina, Sir Henry Acland.
Ruskin comenzó escribiendo sobre historia y crítica de arte, pero sus 250 obras abarcaron temas tan dispares como ciencia, sociología, economía, medio ambiente, ornitología, critica literaria, geología y mitología. No obstante y cómo les decía, por encima de todo, si hay dos obras imprescindibles para comprender lo que fue su pasión por la arquitectura gótica o la belleza de una catedral, éstas son:
Las Siete Lámparas de la Arquitectura, que comenzó a escribir durante los viajes que realizara con Eufemia en una época serena de su relación y en la que desarrolla con precisión y brevedad sus ideas estéticas. A través de un lenguaje diáfano, rotundo y sin ambages trufado de ejemplos asequibles, nos va explicando, en apenas doscientas páginas, de qué manera se pueden traicionar los principios básicos del arte edificatorio, detallando todo aquello que puede dañar su noble espíritu y llevándonos a distinguir; lo autentico, de lo falso; lo superfluo, de lo imprescindible; la destreza, de la simulación; el arte, del pastiche; las reglas, de la inspiración y la armonía, del desorden. Sus principios arquitectónicos se van mostrando, magníficamente expuestos, en las lámparas del Sacrificio; de la Verdad; de la Fuerza; de la Belleza; de la Vida; del Recuerdo y de la Obediencia, iluminando nuestras mentes, sin que seamos capaces de advertir en qué momento se hizo la luz.
En el tratado Las Piedras de Venecia, expone en tres tomos, aunados en uno en la versión que les propongo, su visión global sobre la naturaleza del gótico, y tras sus continuos viajes a la Ciudad Ducal, se detiene en la descripción de Murano, de los Palacios Ducales o de San Marcos desbrozando los aspectos técnicos, religiosos, morales, económicos y políticos de la arquitectura doméstica y espiritual, que alcanzó su mayor gloria con el gótico de finales del medioevo. Obra profunda y exhaustiva de hondo calado, que proporciona un íntimo disfrute, aun cuando los profanos en la materia debamos leer con el mayor cuidado, para poder captar la riqueza que encierra, comprender sus lecciones magistrales y disfrutar de unas preciosas láminas explicativas que ayudan a los dibujos que se incluyen a formar un conjunto armonioso que, partiendo del cálculo matemático, entremezcla una emoción, sabiduría y sensibilidad, que envuelven al lector, y ya no le abandonan, durante todo el recorrido mágico por sus páginas.
John Ruskin, agravada su enfermedad mental, vivió retirado desde 1885 hasta su muerte en su casa de Brantwood, que es hoy un precioso museo activo y acogedor, rodeado de jardines evocadores de este genio polifacético que el mundo tuvo el privilegio de conocer.
Si alguno de ustedes se acerca por allí y no le encuentra, acudan a cualquiera de las catedrales góticas y susurren su nombre. Seguro que asoma por alguna de las siete lámparas y, acercándose a ustedes, amablemente les responderá.
Por Elena Méndez-Leite
Bibliografía:
El Misterio de las Catedrales. Fulcanelli. Editorial De Bolsillo, 2003.
Pájaros negros sobre la Catedral de Philipp Vandenberg. Planeta 2008.
traducción de Maria Alonso Gómez,
Los Pilares de la Tierra. Kenn Follet. Traducción: Rosalía Vázquez. Editorial De Bolsillo. 2008.
La Catedral. Vicente Blasco Ibáñez. Edita Antonio Pareja, 2001.
Un Mundo sin fin. Ken Follet. Editorial Plaza y Janés, 2008. Traducción de Ana Alcaina, Verónica Canales y otros.
La Catedral. Cesar Mallorquí. Ediciones SM, 2005
Las Siete Lámparas de la Arquitectura. John Ruskin. Editorial Alta Fulla, 2000. Traducción de Carmen de Burgos.
Las Piedras de Venecia. John Ruskin. Traducción de Maurici Pla. Edición del Consejo General de la Arquitectura Técnica de España. 2000.
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