Quienes tenemos más de treinta años hemos recibido, por norma general, una educación que basculaba entre la confianza y la autoridad. Nuestros padres no perdieron la condición de su rango, con lo que lograron unos hogares en los que al pan se le llamaba pan, en los que no se discutían las órdenes de arriba y en los que las desobediencias venían acompañadas de su correspondiente y reparador castigo. De este modo, cuando nos mandaban a “galeras”, teníamos claro el motivo: no haber querido acabar el plato, presentarnos con un boletín de notas similar al Ibex, habernos excedido en alguna pelea fraternal o haber contestado de malos modos a la mujer que ayudaba en las tareas de la casa. Y con el castigo, muchas veces, el coscorrón y hasta la bofetada, medicina que generaba un encendido sarpullido antes de inocular su efecto placebo.
Hoy las cosas son distintas. Los hijos viven, en general, imponiendo su capricho: ya no heredan ropa ni comparten juguetes; ni siquiera tienen hermanos a quienes marcar el terreno y los aprobados se regalan a fuerza de decreto. De este modo, además de la proliferación de diminutos gadafis que lo quieren todo al grito de “ya”, abunda en los hogares una atmósfera de inseguridad por desconocer los límites de la convivencia o las razones con las que, de Pascuas a Ramos, los padres aducen su descontento por la acumulación de tanta conducta fuera de madre.
Lo experimenté este verano en un pueblo turístico de nuestra geografía. De camino al párking, unos padres echaban a su hija en cara “las malas energías” con las que había vivido aquella jornada de asueto. Malas energías, como si en vez de venas portadoras de sangre tuviésemos cables de cobre por los que circulan sacudidas de alto voltaje. Y claro, la muchacha les observaba perpleja, sin entender por qué los suyos confundían la electricidad con su más que seguro capricho (mamá, quiero que me compres esto; papá, quiero que me compres lo otro; me aburro; me niego a ver un solo monumento más; no estoy dispuesta a quitarme los cascos de música ni en el interior de esa iglesia, llevadme a un parque de atracciones, etc.).
La educación entiende mucho de lenguaje. Ya saben: al sí, sí y al no, no. Pero el lenguaje de las relaciones humanas lo hemos pervertido con conceptos new age que parecen hablar de amperios en vez de pasiones o interacción, y así andan las familias, deseándose energías positivas en vez de darse los buenos días, como si uno tuviese que vivir enchufado a la red, eléctrica se entiende.
Por Miguel Aranguren
Publicado en ALBA el 9 de septiembre de 2011
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