jueves, 24 de marzo de 2011

JÓVENES Y VALORES

A veces me pregunto cómo es posible que los jóvenes no se rebelen contra la imagen que de ellos ofrecen muchos medios de comunicación. El caso es que su imagen queda siempre por los suelos, ya que ligan a la juventud con todos los registros posibles del desencanto: violencia, alcohol, drogas de diseño, uso irresponsable del sexo y un único y continuado afán por pasárselo bien. Esta pátina hedonista en la que destaca la falta de responsabilidad ha deformado una etapa de la vida por la que han suspirado todos los hombres sabios de la tierra desde la antigüedad hasta nuestros días, convencidos de que es durante la juventud cuando se forjan los auténticos valores que dan sentido al resto de nuestros días.

Hace unas semanas me topé con un viejo misionero que había vuelto a España después de treinta años ininterrumpidos en las selvas de Burundi. Su regreso tenía como propósito encontrar fondos para construir una escuela. “He visitado numerosos colegios e institutos”, me confesaba, “con la nostalgia de cuando yo me sentaba en aquellos mismos pupitres”. Fue el ímpetu de su juventud el que le empujó —después de escuchar el testimonio de otro anciano misionero— a dejarlo todo para jugarse la vida a una carta en el continente africano. “Sin embargo, en esta ocasión no he encontrado un solo chaval que sueñe con hacer de su vida una aventura. Sólo les interesa lo inmediato, lo seguro, su bienestar. A lo máximo que aspiran es a disfrutar del fin de semana, de las vacaciones”, se sinceraba.

El religioso les había relatado, con todo lujo de detalles, su experiencia en primera persona durante el genocidio de los Grandes Lagos, cuando pese al riesgo que corría decidió jugar su destino junto a la población masacrada. “Pensé que les interesaría conocer cómo hemos logrado superar el odio, pero no. La mayoría de los chicos y chicas que me escuchaban estaban pendientes del reloj”.

La juventud es la puerta de entrada a la edad adulta y en ella nos demoramos más o menos tiempo, dependiendo de numerosos factores que adelantan o retrasan el enfrentamiento con una realidad que, muchas veces, tiene poco que ver con el mundo idealizado en el que tanto tiempo estuvimos detenidos. Tal vez por eso, como me recordaba el misionero, en los países pobres la juventud apenas dura unos años mientras que en occidente se extiende durante buena parte de la vida.

La juventud es una catarsis sobre la infancia, porque nos desvela un mundo nuevo y cegador más allá del velo de la inocencia. Los jóvenes descubren una realidad en la que también hay matices oscuros que antes ni siquiera imaginaban. Al mismo tiempo, se saben dueños de una libertad que no es fácil aprender a manejar.

El joven suelta la mano del niño que fue al tiempo que el corazón le reclama ideales que den contenido a su existencia. A la fuerza quiere convertirse en voz de la justicia, en herramienta para la solidaridad, en consejero de sus amigos… Considera que esas metas son las únicas que de verdad merecen la pena. Es entonces cuando busca líderes que las representen. Porque la juventud no deja de ser un periodo de aprendizaje en el que son básicos unos referentes adecuados.

Quizás sea este el problema al que se enfrentó el misionero de Burundi: la mayoría de los jóvenes con los que se encontró carecen de esos referentes, más allá de un jugador de fútbol que se ha convertido rápidamente en millonario o de una estrella del show business que muestra una vida de cartón piedra. A fin de cuentas, la juventud actual se desenvuelve en un periodo incierto: en muchos hogares falta la figura paterna e incluso la materna por la desestructuración familiar y por las dificultades para conciliar trabajo y hogar. Muchos adolescentes llegan del instituto a una casa desierta en la que la única compañía es un televisor que no respeta horarios para menores.

Fenómenos de masas como las dos entregas de “High school musical” demuestran que los jóvenes se entusiasman cuando les presentamos personajes en los que se pueden ver justamente representados. Estas películas para la televisión de la factoría Disney han desbordado los mejores augurios de la multinacional norteamericana, que ha encontrado un filón despreciado por otras cadenas. Llegada la hora de elegir, muchos jóvenes prefieren divertirse con una pandilla en la que reina el espíritu de lucha a la hora de conseguir una meta atractiva (cantar y bailar en la fiesta de fin de curso del instituto), por más que para lograrlo deban superar numerosas dificultades, desde las malas artes de algunos de sus compañeros a la burla de aquellos a quienes les cuesta reconocer un talento singular como el del protagonista, capaz de jugar al baloncesto como el mejor, cantar, bailar y enamorarse de la alumna tímida, recién llegada al high school.

La ventaja de este tipo de películas frente a las series en teoría “diseñadas” para jóvenes, es que los estereotipos no tiran a la baja, es decir, que los líderes a admirar, los referentes, no son muchachos indolentes, mal hablados, desapasionados y conflictivos, sino todo lo contrario, lo que confirma una preocupación ya manifestada en algunos países anglosajones y en la vecina Francia a la hora de recuperar lo que conocemos como “valores tradicionales” en la escuela y la familia.

La educación en el esfuerzo y el respeto, el principio de autoridad, la responsabilidad personal o el regreso a los buenos modales no corresponden a una época pasada, arcaica, superada, sino que son los armazones indispensables para que el joven pueda adquirir seguridad en un mundo desconcertante por la rapidez con la que suceden todo tipo de acontecimientos. Las viejas virtudes de la antigua Grecia —prudencia, justicia, fortaleza y templanza— siguen vigentes hoy en día. Es más, son los valores sobre los que el joven desea construir su propia vida.

Por Miguel Aranguren, publicado en ÉPOCA en abril 2008.

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