Los que hayan de gobernar el Estado deben tener siempre muy presentes estos dos preceptos de Platón: el primero, defender los intereses de los ciudadanos de forma que cuanto hagan lo ordenen a ellos, olvidándose del propio provecho; el segundo, velar sobre todo el cuerpo de la República, no sea que, atendiendo a la protección de una parte, abandonen a las otras. Lo mismo que la tutela, la protección del Estado va dirigida a utilidad no de quien la ejerce, sino de los que están sometidos a ella. Los que se ocupan de una parte de los ciudadanos y no atienden a la otra introducen en la patria una gran calamidad: la sedición y la discordia, de donde resulta que unos se presentan como amigos del pueblo y otros como partidarios de la nobleza: muy pocos favorecen el bien de todos.
De aquí las grandes discordias de los atenienses, y en nuestra República no solamente sediciones, sino también pestíferas guerras civiles. Un ciudadano sensato y fuerte y digno de ocupar el primer puesto en la República, alejará y detestará estos males y se entregará enteramente al servicio de la República, no buscará ni riquezas ni poderío, se dedicará a atender a toda la patria, de forma que mire por el bien de todos. Jamás expondrá a nadie por falsas acusaciones al odio y a la malquerencia y de tal manera se abrazará a la justicia y a la honestidad que para mantenerlas afrontará peligros y hasta se entregará a la muerte antes que abandonar los preceptos que he dicho.