No sé cuanto tiempo había pasado desde mi llegada. Tenía la sensación de haber estado ya antes en esta ciudad bulliciosa y alegre, plagada de vías rápidas por donde circulaban cientos de vehículos, y abarrotada de gentes de cualquier edad y condición que entraban y salían de los comercios para hacer las últimas compras, a punto de acabar la Navidad. ¿Había estado antes aquí?
Después de un largo paseo por la orilla del río, bordeada de construcciones pequeñas y, por qué no decirlo, algo empalagosas, llegué al casco antiguo. Me adentré en el silencio de sus calles peatonales y fui acercándome a la Catedral, que, desde su montículo, acompañaba mis pasos, desde que saliera de la Estación Central.
Sus dos torres, que un día fueran las más altas del mundo, empequeñecían cuando te aproximabas, mientras que el conjunto imponente de su estructura te dejaba boquiabierto borrando de un plumazo toda capacidad descriptiva. Ahí estaba ella imponente y mágica, mientras que minúscula, impotente y pasmada a sus pies, estaba yo. Rodeando a pasos cortos y casi en su totalidad tan espléndida belleza, me preguntaba, como siempre que contemplaba una catedral gótica, de qué manera habrían podido levantar esta estructura y qué es lo que habrían sentido todos aquellos que, desde el principio de los tiempos, tuvieron algo que ver con su construcción; todos los cientos de hombres que, durante más de seiscientos años, dejaron lo mejor de su saber y de su esfuerzo en este prodigio de piedra bordada y de exquisitas vidrieras por las que se filtraban miles de arco iris de ilusión. Pero sólo disponía de una de las guías al uso en la que decía que su primer promotor había sido Conrado de Hostän, sin dar muchos más datos y, a su vez, afirmaba que el arzobispo que había encargado su construcción había muerto apenas comenzadas las obras. Me hubiera gustado saber más de ellos, ponerles cara. Bueno, realmente lo que me habría gustado es hablar con alguno, fuera el que fuese, y aunque sólo hubiera sido una vez. Y, ya puestos, ¿por qué no tener una parrafada con Santa Elena, y preguntarle si alguien le había contado que las reliquias de los Magos, que con tanto amor protegiera, habían hallado cobijo, tras su peregrinar por Constantinopla y Milán, en este lujoso e imponente templo de la cristiandad?