De nuevo se acerca el final de curso para nuestros chiquillos, y en esta primavera descolorida por la lluvia y ennegrecida por machaconas voces agoreras que desgranan sin descanso una letanía de medidas cada vez más rigurosas, a fin de corregir la malsana ambición o la incompetencia de unos cuantos que amenaza hoy la existencia de casi todos, pretendo acercarme al recuerdo de otros acontecimientos amables que tuvieron su origen en épocas muy lejanas, pero que aún perduran entre nosotros. Aquellos tiempos no fueron buenos, posiblemente ni siquiera mejor que los actuales, pero tuvieron como protagonistas a los únicos que verdaderamente deben serlo: las buenas gentes de nuestro pueblo.
Allá por los albores del siglo XI, cuando Madrid aun era Magerit para los cristianos y Mairit para los árabes, poco antes o poco después de que los madrileños, a fuerza de trepar como gatos -de ahí nuestro popular apodo- por las murallas de la fortaleza dominada por los musulmanes, abrieran las puertas de la ciudad para que las tropas de nuestro monarca cristiano, Alfonso VI, conquistara nuestra Capital, tuvo lugar un acontecimiento que, entonces, pasó no solo desapercibido sino ignorado: el nacimiento del hijo de unos campesinos oriundos de León, conocido después como Isidro, el pocero y, más tarde como mozo de labranza quien, junto a su mujer María Toribia, dedicó sus noventa años de existencia, a cultivar con paciencia y tesón los campos que nunca fueron suyos; a peregrinar por todos los templos de la región; a ayudar a sus semejantes en los momentos difíciles e ingratos, a curar heridas abiertas o enconadas e, incluso, a alimentar a cuantos pajarillos se acurrucaban ateridos y hambrientos en la palma de su mano.