jueves, 8 de septiembre de 2011

JOSÉ ORTEGA Y GASSET

"Siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñes".


JOSÉ ORTEGA Y GASSET
(1883-1955)
Juan Escámez Sánchez (1)

El problema de España es un problema educativo

Si hay una característica especial de Ortega y Gasset, que atrae la atención del lector, es su notable curiosidad: cualquier tema o acontecimiento de su tiempo, por pequeño que sea, le provoca interés y a él dedica atención, como es manifiesto en su abundante producción escrita (2). Presenta nuestro autor ciertas peculiaridades que le diferencian del estereotipo que tenemos normalmente del filósofo, ya que su pensamiento parece no ofrecer la estructura de un sistema; la exposición de tal pensamiento la realiza, con frecuencia, en artículos de periódico, y sus trabajos más importantes son publicados en forma de ensayos; por último, la belleza literaria de sus escritos es tan sugerente y cautivadora que arrastra al lector, dificultando el análisis riguroso de las ideas que presentan. 

Sobre la sistematicidad de la filosofía de Ortega, en dispersión temática y cualidades literarias, ya se han pronunciado personas competentes en los diversos campos del saber. En este perfil nos circunscribiremos al tratamiento de aquellas cuestiones que nos conduzcan a la comprensión de un aspecto orteguiano, a mi juicio importante y poco tratado; me refiero a la dimensión de Ortega como educador. Aunque él consideraba su vocación el cultivo del pensamiento, que para él no podía ser más que filosófico (3), la gran pasión de Ortega fue la educación del pueblo español. Como ha demostrado Cerezo (4), el motor del pensamiento de Ortega no es otro que su meditación continuada e intensa sobre el problema de España, por lo que su evolución intelectual no puede aislarse de tal preocupación. Desde esa clave es necesario interpretar sus actividades políticas, culturales y filosóficas. Tales actividades son proyectos de reforma sociopolítica del país, aunque orientados a distintos niveles y ámbitos de la realidad social. Ortega era, ante todo y sobre todo, un pedagogo de ámbito nacional, que buscaba la reforma y transformación de España; a ese fin todos los medios podían y debían ser usados: periódicos, revistas, libros, cátedra, política, etc.

La transformación del país es concebida por el joven Ortega como el proceso mediante el cual España se incorpora a la cultura europea. Así queda marcada la que él considera su vocación pública como intelectual, su destino de educador, casi de reformador social: empeñarse en poner a España a la altura cultural de Europa. La diversidad de planteamientos que, sobre la cultura, desarrolla Ortega, en conexión con el problema de España, nos servirá de guía para intepretar la evolución de su pensamiento, en el aspecto filosófico a la vez que en el pedagógico. ¿En qué forma desarrolló Ortega su función de educador? Como él repite constantemente, al hilo de las circunstancias.

Ortega y sus circunstancias

La comprensión de una persona nos exige rastrear su biografía, el desarrollo que ha ido teniendo su vida a partir de los diferentes contextos en los que le ha tocado vivir. Esa exigencia tiene una especial significación en el caso de Ortega, porque hace de ella uno de los temas centrales de su pensamiento. En una conferencia, pronunciada a propósito del cuarto centenario de Juan Luis Vives, nos expone su visión sobre el modo de hacer una rigurosa biografía (5). Puestos a esa tarea, nos dice, intentamos reconstruir intelectualmente la realidad de un “bios”, de una vida humana; y vivir es para el hombre tener que habérselas con el mundo en torno; y este mundo es el mundo geográfico y el mundo social. A los efectos prácticos de una rigurosa biografía, lo decisivo es el mundo social en el que nacemos y vivimos. Ese mundo social está formado por personas, pero lo constituyen además los usos, gustos, costumbres y todo ese sistema de creencias, ideas, preferencias y normas que integran lo que se llama, un poco confusamente, la vida colectiva, las corrientes de la época, el espíritu del tiempo. Desde la infancia todo eso le es inculcado a la persona en la familia, en la escuela, en el trato social, en los libros y en las leyes. Una gran porción de ese mundo social entra a formar parte del yo auténtico que somos; pero también surgen en nosotros creencias, opiniones, proyectos y gustos que, más o menos, discrepan de lo vigente, de lo que se hace o se dice. En esto consiste el combate que es la vida, sobre todo una vida eminente.

¿Cuáles son los contextos, las circunstancias, con las que tiene que habérselas Ortega y cómo reacciona ante ellas? Los límites de un trabajo de este tipo nos obligan a considerar sólo aquellas circunstancias interesantes para la comprensión de la dimensión pedagógica de nuestro personaje (6), prescindiendo, entre otras cosas, del análisis de las influencias recibidas en la elaboración de su pensamiento filosófico, objeto de investigación en excelentes trabajos (7).

José Ortega y Gasset nació en Madrid el 9 de Mayo de 1883. Hijo de José Ortega Munilla y de Dolores Gasset, pertenecía por ambas ramas familiares a círculos muy representativos de la cultura y la política española de la época. Su padre, nada desdeñable escritor, era desde 1902 miembro de la Real Academia Española. Fue ante todo un periodista que ejerció su oficio en la sección literaria del diario El Imparcial, el más prestigioso de entonces; que había sido fundado por su abuelo materno, Eduardo Gasset, monárquico liberal. José Ortega y Gasset estuvo en el periodismo desde su juventud; a los 19 años publica su primer artículo. Estas circunstancias familiares tuvieron un peso decisivo en las preocupaciones por los problemas sociales y culturales de la sociedad española que le condujeron algunas veces a la política activa y siempre a considerar su actividad como un servicio a España. Su afición al periodismo y su preferencia por recurrir a la prensa como medio de exposición del pensamiento, así como su prurito de elegancia literaria, tuvieron, a mi juicio, su origen en el contexto familiar descrito.

En 1891, a los ocho años, ingresa como alumno interno en el colegio que los jesuitas tenían en Miraflores del Palo (Málaga), donde permanece hasta 1897. Inicia sus estudios universitarios “derecho y filosofía” en la Universidad de Deusto (1897-1898), también regida por los jesuitas, continuándolos en la Universidad Central de Madrid, donde obtiene la licenciatura en filosofía (1902), y el doctorado (1904) con la tesis titulada Los terrores del año mil: crítica de una leyenda. A la educación impartida por los jesuitas reprocha su estilo y contenido negativista, su intolerancia y, sobre todo, sus limitados conocimientos y su incompetencia intelectual (8). Asimismo, las experiencias universitarias de Ortega en Madrid fueron decepcionantes, y a las enseñanzas recibidas las califica como expresión de lo chabacano (9). Con fundamento o sin él, el panorama que Ortega describe sobre la educación recibida es negativo.

Además de las circunstancias familiares y escolares, no puede comprenderse la función educadora de Ortega sin considerar la especial situación anímica de la sociedad española en esos momentos, ya que se siente a sí mismo como parte de una generación, “que nació a la atención reflexiva en la terrible fecha de 1898, y desde entonces no ha presenciado en torno suyo, no ya un día de gloria ni de plenitud, pero ni siquiera una hora de suficiencia” (10). El año 1898 es, en efecto, una fecha simbólica. Por el tratado de paz de París, España renuncia a sus derechos de soberanía sobre Cuba, que se convertirá ulteriormente en un Estado libre, y cede Puerto Rico, las Filipinas y Guam a Estados Unidos de América. La pérdida de las colonias llena de amargura, angustia y pesimismo a los españoles. La actividad intelectual española se centra en el llamado “problema de España” que engloba, de hecho, multitud de problemas. Estos, son analizados y los valores históricos sometidos a la crítica más severa; cada autor, cualquiera que sea su campo de actividad, busca encontrar, según sus propias peculiaridades y estilo, la explicación del “caso España” y las causas de su decadencia.

Es durante este trance cuando se prepara un movimiento científico, artístico y filosófico que elevó a España a una consideración mundial como no había tenido desde el siglo XVI (11). Sería prolija la enumeración de tantas personas eminentes, pero podemos decir que la España actual comienza con la generación del 98, innovadora en tantas cosas, pero sobre todo en una nueva manera de ver la realidad nacional y los temas intelectuales. Con esa generación, Ortega comparte el dolor y la amargura por lo que considera la postración española; con esa generación trata de diagnosticar, busca la clarividencia de por qué ocurre lo que ocurre en la cultura, la educación, la política y la ciencia española. Pero frente a esa generación, que líricamente canta sus pesares y vuelve sus ojos a la grandeza pasada, Ortega afirma la esperanza, la acción y el compromiso para cambiar una realidad, la española, que le duele, y su mirada no se dirige al pasado sino al futuro, tal y como se vislumbra en Europa. Aquí parece estar la raíz de su amor “desamor con el más caracterizado representante de la generación del 98, Miguel de Unamuno. Además le diferencia de esa generación su quehacer, que no responde prioritariamente a una actitud literaria sino teórica. ¿En dónde acrisola Ortega su armazón teórico? Esta cuestión nos conduce al cuarto y último contexto de su biografía que conviene presentar ahora.

“Huyendo de la chabacanería de mi patria” (12), según sus propias palabras, Ortega decide en 1905 marchar a las Universidades alemanas, empezando por la de Leipzig, donde estudia a Kant: “allí tuve el primer cuerpo a cuerpo desesperado con la Crítica de la razón pura, que ofrece tan enormes dificultades a una cabeza latina” (13); al año siguiente visita Nuremberg y estudia un semestre en Berlín, donde dicta cátedra Simmel, que ejerce cierta influencia sobre él. Su experiencia más importante, sin embargo, la adquirió durante su tercera estancia, en Marburgo; allí tuvo, por primera vez, dos importantes maestros, Hermann Cohen y Paul Natorp, caracterizados representantes del neokantismo. Marburgo habría de dejar una hondísima huella en Ortega, no sólo intelectual, no sólo en su formación filosófica y pedagógica, sino también personal. Para el tema que nos ocupa “Ortega como educador” tiene especial significación la influencia de Natorp. Durante los períodos pasados en distintos países europeos, Ortega obtiene una excelente formación filosófica, una admiración por el desarrollo científico y técnico que se está produciendo, así como una valoración positiva de la tenacidad y disciplina, en especial de los alemanes. Su europeismo se genera desde una actitud interesada y crítica para incorporar lo que pueda ser incorporado, pero sin renunciar a las características españolas. A su vuelta de Marburgo, en 1908, se le nombra profesor de lógica, psicología y ética en la Escuela Superior de Magisterio, y en 1910 gana por oposición la cátedra de metafísica en la Universidad Central de Madrid.

Los contextos descritos son, a mi juicio, las circunstancias principales en las que Ortega tuvo que vivir y con las que hubo de enfrentarse, y con ellas formó su vida, su biografía real y concreta, es decir, las creencias en las que estaba instalado, cuando escribió su primera obra pedagógica en 1910. Sin embargo, el pensamiento de Ortega continuará evolucionando al hilo de las circunstancias en que tendrá que vivir, según él mismo nos recordará en 1932, aludiendo a lo escrito en las Meditaciones del Quijote (1914): “Yo soy yo y mi circunstancia. Esta expresión, que aparece en mi primer libro y que condensa en último volumen mi pensamiento filosófico, no significa sólo la doctrina que mi obra expone y propone, sino que mi obra es un caso ejecutivo de la misma doctrina. Mi obra es por esencia y presencia circunstancial” (14).

La interpretación que Ortega hace de su propia filosofía impide considerarla como un sistema y menos aún como un sistema cerrado. El pensamiento de Ortega, centrado en el problema de España, presenta el dinamismo de una incesante búsqueda de soluciones, tanto a nivel de reflexión teórica como de estrategias de actuación, por lo que los especialistas han realizado notables esfuerzos por establecer las distintas etapas de su evolución (15). Ese desarrollo de su pensamiento se muestra en los escritos pedagógicos. Más aún, considero que tres de ellos son una representación genuina de cada una de las fases del mismo y en ellos centraremos nuestra atención.

La pedagogía idealista

La estancia de Ortega en Marburgo, Alemania, le pone en contacto con el neokantismo, que era una filosofía de la cultura, del orden objetivo y las esferas de valor; era un racionalismo críticotrascendental que analizaba los productos de la cultura moderna, la ciencia, el arte, el derecho, la ética, la política para descubrir sus principios de fundamentación y los criterios de su validez.

Además, el neokantismo representaba una enérgica pedagogía capaz de orientar al hombre, de transformarlo según un ideal, que no era otro que el ideal kantiano de una humanidad cosmopolita. La concepción neokantiana del hombre como realidad cultural implica que el verdadero desarrollo personal está en la conformación del hombre a los ideales; en el ajuste de los comportamientos a las normas, a lo que debe ser hecho; normas que, a su vez, tienen una validez universal. Lo biológico, lo instintivo tiene que estar sometido a lo superior, al ideal. La libertad no es espontaneidad, no es apetito, no es capricho, sino reflexión y educación, es decir, conformación activa por valores universales.

Esta filosofía de la cultura y de la educación que promueve la búsqueda de lo objetivo, de lo universal, de lo genérico, le parece al joven Ortega el sistema de pensamiento que puede orientar la solución del problema de España. En contraste con esa cultura alemana, en España predomina lo espontáneo, lo subjetivo, los particularismos y los sectarismos que han conducido a perder las energías en enfrentamientos internos, en gestas solitarias y en deshacer unos lo que otros han hecho; de ahí la lamentable situación española. De su contacto con Europa, especialmente con el neokantismo alemán, Ortega obtiene la convicción de que la clave de la salvación de España, de su recuperación histórica, se halla en su reforma cultural.

A esta fase de su pensamiento pertenece la primera formulación estructurada que hace sobre la educación. Se trata de una conferencia, leída en Bilbao el 12 de marzo de 1910, bajo el título de La pedagogía social como programa político (16).

Inicia su exposición mostrando las profundas deficiencias de la situación española, arrastradas durante tres siglos, que tienen su máximo exponente en el hecho de que España no es una verdadera nación. Para Ortega, desde sus actuales posiciones neokantianas, España no es una nación porque no existe como comunidad regulada por unas leyes objetivas, fundadas en la racionalidad, leyes que todos aceptan y que son expresión de los deberes colectivos. España no es una nación porque sus ciudadanos no están proyectados a la realización de los ideales objetivos, ciencia, arte, moral, en los que una comunidad humana encuentra la plenitud de su desarrollo.

España, por el contrario, es el país del individualismo, del subjetivismo, en el que se cultiva, como carácter propio, hacer cada uno lo que quiera, sin someterse a norma alguna que no sea la de su libre albedrío. Reconocer la ausencia de cultura, como realización colectiva de formas ideales, en la vida española, es el primer paso para solucionar el problema de España. Ese reconocimiento, considera nuestro autor, no es pesimismo sino un diagnóstico veraz que nos manifiesta la diferencia entre lo que es y lo que debe ser. Asumir conscientemente la realidad de la situación española si bien nos produce dolor, a la vez nos solicita pensar en cómo debería ser y nos urge a conseguirlo. La argumentación de Ortega es apasionada, pero rigurosa: existe una realidad problemática “España” deficitaria en lo que se entiende en Europa por cultura, frente a un deber ser, su culturización tal como se da en Europa y según es formulada por el neokantismo; entonces, en la misma concienciación de esta situación problemática, en la profundización de ese diagnóstico, se puede vislumbrar la meta ideal que es necesario conseguir y el proceso para conseguirla. La meta es la transformación de la realidad española en el sentido de alcanzar las formas de cultura vigentes en Europa.

En el proceso para alcanzar esa transformación cultural es donde Ortega sitúa a la educación. Destaca que lo que los latinos llamaban eductio o educatio era la acción de sacar una cosa de otra, o la acción de convertir una cosa menos buena en otra mejor. Aunque no se detiene en precisiones terminológicas, nos aporta un concepto de educación que parece tener su raíz en educatio y que en nuestros dias es básicamente aceptado; entiende por educación el conjunto de actos humanos que tienden a transformar la realidad dada en el sentido de un ideal.

Establecido el significado del concepto de educación, Ortega se plantea determinar las funciones de la pedagogía, como ciencia de la educación, y claramente le atribuye dos: la primera es la determinación científica del ideal, del fin de la educación; y la segunda función, que es esencial, consiste en hallar los medios intelectuales, morales y estéticos mediante los cuales se logre polarizar al educando en dirección de aquel ideal.

Puesto que por la educación tenemos que transformar al hombre real, al que “es”, en el sentido del ideal, el que “debe ser”, la primera tarea consiste en responder a la siguiente pregunta: ¿cuál es el ideal de hombre que constituye el fin de la educación y que exige el empleo de determinados medios? Ese es el interrogante central de su conferencia.

El hombre, responde, no es un mero organismo biológico; lo biológico es sólo un pretexto para que exista el hombre. El hombre es tal en cuanto productor de hechos según formas ideales; en cuanto productor de la matemática, del arte, de la moral, del derecho; el hombre es tal en cuanto productor de cultura.

En su búsqueda de determinar el fin de la educación, del ideal-hombre, Ortega afirma, además, que el verdadero hombre no es el ser individual, aislado de los demás. Distingue en cada hombre un “yo” empírico con sus caprichos, amores, odios y apetitos propios, singulares; y un “yo” que piensa la verdad común a todos, la bondad general, la universal belleza, es decir, distingue un “yo” empírico de un “yo” creador de cultura que es un yo genérico. Ciencia, moral, arte, etc., son los hechos específicamente humanos y, por lo tanto, se es verdaderamente humano en cuanto se participa en la ciencia, en la moral y en el arte de una comunidad. El ideal de hombre, meta de la educación, es el hombre productor de cultura, y productor de cultura con los demás.

Si así es el ideal de hombre, la educación tiene que dirigirse no al yo empírico, en donde radica lo singular, sino al yo genérico que siente, piensa y quiere según aquellas formas ideales. Como consecuencia de todo lo anterior, la educación tiene que ser el proceso por el que lo biológico o natural del hombre se conforme al reino de las formas ideales, y así actúe de acuerdo a la normatividad derivada de ellas.

En esta primera etapa, ante el binomio cultura-vida, el pensamiento educativo de Ortega, influido por sus docentes neokantianos, se inclina claramente de parte de la cultura. Sin embargo, nuestro pensador tiene una fuerte personalidad intelectual y unos intereses sociopolíticos que difícilmente se compatibilizan con el formalismo de sus maestros de Marburgo, por lo que, a mi juicio, ofrece ciertas peculiaridades dignas de consideración.

La primera es la visión histórica que aporta del hombre junto a su conceptualización como ser social. En efecto, cuando está exponiendo la característica social del hombre para señalar que, en la relación educativa, el pedagogo se halla frente a un tejido social, no frente a un individuo, nos dice: “en el presente se condensa el pasado íntegro; nada de lo que fue se ha perdido; si las venas de los que murieron están vacías, es porque su sangre ha venido a fluir por el cauce joven de nuestras venas” (17). En la imagen literaria se puede ver una visión del hombre en la que lo peculiar, que le ha sucedido en el tiempo, se hace presente en la configuración concreta de unas personas que no son la humanidad genérica. La intensificación de la concepción del hombre como un ser que se va haciendo de una manera concreta, en su devenir biográfico, será una de las líneas evolutivas de su posterior pensamiento antropológico.

La segunda peculiaridad presente en la obra que comentamos reside en la importancia conferida por Ortega a la producción de hechos culturales. A mi entender, puede afirmarse que hay una obsesión por la praxis en toda su exposición. Está especialmente interesado en el proceso de construcción cultural, como real y concreta producción de objetos. Para él la cultura es labor, producción de cosas humanas, quehacer. “Cuando hablamos de mayor o menor cultura queremos decir mayor o menor capacidad de producir cosas, de trabajo. Las cosas, los productos son la medida y el síntoma de la cultura” (18).

A lo anterior se debe su propuesta de una educación para el trabajo y por el trabajo; y un trabajo no individual sino en común. Esta propuesta, de acuerdo con su visión teórica, también permite superar los personalismos, las luchas fratricidas y la falta de cooperación entre los españoles. Para algún autor (19), su propuesta de educación para el trabajo y por el trabajo sitúa a Ortega entre los promotores de la educación activa. En la perspectiva desde la cual lo estamos analizando, opino que Ortega, fundamentalmente, teniendo el problema de España como fondo de su pensamiento, pretende la transformación cultural de su sociedad, y concibe a la pedagogía como la ciencia de esa reconstrucción social y cultural. Y si esto ha sido considerado política, entonces, nos dice, “la política se ha hecho para nosotros pedagogía social y el problema español un problema pedagógico” (20).

Los supuestos que hemos analizado configuran una filosofía de la educación centrada en la realización cultural del hombre en cuanto miembro del todo social. La acción política se reduce, en última instancia, a acción cultural, a pedagogía social, porque en la vida social, en la cooperación y la comunicación se realiza el hombre en su condición cultural. Ortega considera, en esta primera época, que la solución al problema de España está en su reforma cultural a través de la educación.

Desde estas posiciones, a partir del compromiso intelectual que asume sobre la transformación de la sociedad española, Ortega evolucionará en su pensamiento, generándose en él el convencimiento de que la salvación de España no se conseguirá sin contar con su idiosincrasia y su situación histórica. El Ortega neokantiano propugnaba un hombre productor de cultura, realizador de formas ideales; un individuo humano empeñado en la construcción de una cultura válida para toda la humanidad. Ortega va descubriendo que un individuo así es una abstracción, y que el racionalismo “una forma de idealismo” se ha olvidado del hombre real y concreto que vive en una situación real y concreta. Es necesario volver la mirada a ese hombre para que se muestre en su radical realidad, es necesario superar la estrechez de miras del racionalismo. Es necesario un nuevo modo de abordar el conocimiento del hombre; el encuentro de Ortega con la fenomenología le ayudará en su nuevo itinerario intelectual. La insatisfacción con la concepción del hombre como ser cultural se incrementa a partir de 1911 y el distanciamiento aparece claramente en las Meditaciones del Quijote, escritas en 1914.

La pedagogía vitalista

Volver la mirada al hombre mismo, a su ser real y concreto, le pone de manifiesto a Ortega que el ser del hombre consiste en vivir. La vida es la realidad radical de la que hay que partir, con la que hay que contar. Esta convicción, que le impide hipostasiar la cultura como una esfera autónoma e independiente, se irá constituyendo en una de las claves de su pensamiento filosófico, como nos recordará en su madurez: “lo primero, pues, que ha de hacer la filosofía es definir ese dato, definir lo que es mi vida, nuestra vida, la de cada cual. Vivir es el modo de ser radical: toda otra cosa y modo de ser lo encuentro en mi vida, dentro de ella, como detalle de ella y referido a ella” (21). En la tensión vida-cultura, la primacía que había alcanzando la segunda, en su etapa idealista, cede su lugar y es considerada como manifestación de la vida. La cultura consistirá en vivir la vida en su plenitud.

Si la cultura consiste en la plenitud de la vida, ésta, concebida como vida elemental, debe ser considerada como el principio de la cultura. La profundización en esta dirección le conducirá a la interpretación de la vida como creatividad. El cambio de marcha, en la filosofía orteguiana, del idealismo al vitalismo obviamente no es ajeno a las influencias de sus lecturas filosóficas, que no es el momento de analizar, pero fundamentalmente se debe a su reflexión sobre la situación española. Ortega, que había postulado para la reforma sociopolítica de España, su culturización al modo europeo, se da cuenta de que para salvar a España hay que contar con las energías que en ella existen; al volver la mirada a la realidad de su país, se encuentra con el hecho de que la peculiaridad de su idiosincrasia está en la afirmación vigorosa de la vida inmediata y elemental.

En esta fase de la evolución de su pensamiento, Ortega escribe un ensayo titulado “Biología y pedagogía” (22) donde expone sus ideas sobre la educación a propósito de la polémica suscitada por la Real Orden que prescribía la lectura del “Quijote” en la escuela elemental. Ortega asume un supuesto fundamental: hay que educar para la vida y, como no puede enseñarse todo, hay que delimitar aquello a lo que la educación ha de circunscribirse prioritariamente. Su concepción teológica de la acción, que aparece en su etapa idealista y que nunca abandonará, le hace interrogarse por la naturaleza del fin de la educación. Si hemos establecido que es necesario educar para la vida, ¿qué es la vida esencial a la que la educación debe atender? El éxito de la educación dependerá de la respuesta, acertada o no, a esta pregunta.

Ortega considera que la vida, en su sentido más radical, es la vida elemental, espontánea; es la que él llama la natura naturans y no la natura naturata. Es la vida en cuanto fuerza creadora, en cuanto sustrato biológico del que proceden todos los impulsos y las energías que llevan al hombre a actuar. A esta vida es a la que debe prestar atención, prioritariamente, la educación elemental; después, en los grados superiores, se podrá educar en civilización y cultura, especializando el alma del adulto.

Trata nuestro autor de justificar su tesis desde diversos argumentos. El primero de ellos, que en los organismos biológicos hay unas funciones más vitales que otras. Aquellas funciones más radicalmente vitales son las inespecializadas, las no mecanizadas, y por ello, las genuinas representativas de la vida; por su inespecialización pueden dar respuestas a plurales, diversas y cambiantes situaciones; tienen una capacidad de resolver no sólo una tipología de situaciones, sino situaciones de las más variadas tipologías.

El segundo de los argumentos, es que esa vida primigenia, radical, es realmente la creadora de cultura, “La cultura y la civilización, que tanto nos envanecen, son una creación del hombre salvaje y no del hombre culto y civilizado” (23). Todas las grandes épocas de creación han sido precedidas de una explosión de salvajismo. Si queremos tener una cultura dinámica, que realmente sea plenitud humana, hay que centrarse en el estudio, análisis y potenciación de esa vitalidad primaria que, como explosión de sí misma, generará nuevas formas de cultura.

Y aquí es donde juega su papel la pedagogía, ya que la propuesta de Ortega, como él mismo confiesa, está muy lejos del naturalismo a la manera de Rousseau. La pedagogía tiene que buscar los artificios para intensificar esa vida y en su aplicación consiste la educación. No hay que dejar al niño a su libérrimo desarrollo, no hay que imitar los procesos de la naturaleza; las acciones educativas son acciones intencionales, reflexivas, tras la consecución de una meta: cooperar técnicamente en la maximización del potencial vital más profundo de los niños. Hay que orientar la educación no a la adquisión de formas culturales, sino hacia la puesta en forma de la propia vida, al incremento del propio poder vital.

¿Cuáles son aquellas funciones espontáneas que es necesario potenciar? Ortega se atreve a hacer un intento de enumeración: “el coraje y la curiosidad, el amor y el odio, la agilidad intelectual, el afán de gozar y triunfar, la confianza en sí y en el mundo, la imaginación, la memoria” (24). Estas funciones son como las secreciones internas que dinamizan el organismo como un todo integral y, cuando falta alguna de ellas, el organismo no funciona. Son para la psique lo que la hormona es para lo fisiológico: la sustancia básica, lo incitante.

Lo que Ortega propugna es que la educación elemental esté dirigida a asegurar la salud vital, supuesto de toda otra salud: “La enseñanza elemental debe ir gobernada por el propósito último de producir el mayor número de hombres vitalmente perfectos” (25); hombres que sientan brotar su actuación espiritual de un torrente pleno de energía, que no percibe su propia limitación, que parece saturado de sí mismo; hombres cuyas acciones son como un desborde de su interna abundancia.

A pesar de lo que pueda parecer, Ortega ni propugna un primitivismo naturalista, como testimonian sus críticas a Rousseau, ni defiende ningún tipo de irracionalismo anticulturalista. Simplemente ha revisado el papel que le había conferido anteriormente a la cultura, de ser el principio y el sentido de la vida humana. Ahora, por el contrario, encarna la cultura en la vida, puesto que el sentido de la cultura está precisamente en ser una función de la vida. No es la vida para la cultura sino la cultura para la vida. El equilibrio vida-cultura se descompensa en favor de la vida ya que ella es el principio de valoración de la cultura. Se trata ahora de autentificar y vivificar la cultura poniendo a la vida como criterio de autentificación.

Ortega no sólo realiza una sugerente exposición de dos funciones básicas de esa vida primigenia, el deseo y los sentimientos, sino que también procura señalar procedimientos para la educación de esa vida esencial. Así, para potenciar su impulso vital, el niño ha de ser envuelto en una atmósfera de sentimientos audaces y magnánimos, ambiciosos y entusiastas. Un medio pedagógico de importancia es presentarle, más que hechos, mitos; el mito, según Ortega, suscita en nosotros las corrientes inducidas de los sentimientos que nutren el pulso vital, mantienen a flote nuestro afán de vivir y aumentan la tensión de los más profundos resortes biológicos.

Otro procedimiento al que presta especial atención es al de educar a los niños no como adultos sino como niños; no desde un ideal de hombre ejemplar, sino desde una pauta de puerilidad.

Ortega critica que juzguemos a los niños desde nuestras categorías de adultos, suponiendo que están sumergidos en el mismo medio vital que nosotros. El niño tiene su propio medio vital de intereses, no utilitarios, que han de ser desarrollados y, precisamente de ese desarrollo dependen, con frecuencia, las direcciones vitales más ricas de la vida de adulto. Así “el canto del poeta y la palabra del sabio, la ambición del político y el gesto del guerrero son siempre ecos adultos de un incorregible niño prisionero” (26). Los objetos que para el niño vitalmente existen, que le ocupan y preocupan, que fijan su atención, que disparan sus afanes, sus pasiones y sus movimientos, no son los objetos reales cualesquiera, sino los deseables, que pueden ser reales o no, pero que al niño le interesan en cuanto deseables; por eso le atraen los cuentos, las leyendas en las que purifica los aspectos de la realidad para convertirla en un paisaje según sus deseos.

La postura definitiva y madura de Ortega no es la que acabamos de exponer, sino la alcanzada a partir de 1930, cuando busca un equilibrio entre vida y cultura. Una espontaneidad vital, fuera de las instituciones, degenera en un irresponsable primitivismo; y unas instituciones sin vitalidad degeneran en rutina e inercia.

Pedagogía de la madurez

En su artículo, “Un rasgo de la vida alemana” (27), Ortega nos dice que el individuo tiene ilimitadas posibilidades de ser una personalidad u otra; pero, cuando nos acercamos al hombre concreto, sus posibilidades reales se limitan, son aquellas que provienen del entorno en el que vive, que es un entorno cultural y social concreto, en el que se ha depositado lo que los demás hombres, antes que él, han hecho. La cultura, los objetos culturales, siempre surgieron como acciones individuales, pero, al convertirse en objetos, se desindividualizaron y adquirieron vida propia. De ahí que las posibilidades reales que un individuo tenga sean las aportadas por las instituciones desindividualizadas, extrañas a los individuos y que se les imponen. Esa imposición tiene una doble vertiente: por un lado, es una constricción, una limitación; por otro lado, es lo que hace posible nuevos individuos.

La vida, como libertad, se encuentra amenazada siempre por aquello mismo que la posibilita: la cultura. Por eso tiene que volverse contra la cultura, desconfiar de ella, aunque sea precisamente porque es el presupuesto de su seguridad; criticarla y transcenderla siempre de nuevo, no hacia la naturaleza, sino hacia nuevas configuraciones culturales.

Por ello Ortega, en las lecciones inaugrales de sus cursos para estudiantes universitarios, insistía en que tenían que partir de la cultura con la que se encontraban; pero, al igual que los creadores de cultura, deberían esforzarse en un análisis crítico de la misma, y ver si la producida hasta el momento les satisfacía o si, por el contrario, sentían la necesidad vital de hacerla de otra manera.En esto consiste el vivir de verdad, el vivir en la cultura de los tiempos (28). Sólo podemos decir que hemos encontrado una verdad cuando hemos hallado un pensamiento que satisface una necesidad sentida por nosotros. Si el estudiante sólo siente la necesidad de aprender lo que otros han descubierto, tendrá afición o gusto, ya que parte de una necesidad impuesta, algo artificial. Esa necesidad es distinta de la de aquellos hombres que generaron un nuevo conocimiento, porque lo necesitaban para vivir, porque era una necesidad vital. De ahí que Ortega nos proponga un interesante concepto de la enseñanza: “Enseñar no es primaria y fundamentalmente sino enseñar la necesidad de una ciencia, y no enseñar la ciencia cuya necesidad sea imposible hacer sentir al estudiante” (29).

Es necesario promover, por lo tanto, unas instituciones educativas dinamizadas por la inquietud de encontrar las respuestas a los problemas vitales sentidos por los alumnos; y en las que la libertad, la democracia y la modernidad sean las orientaciones básicas. Esas instituciones educativas son las que propone Ortega en uno de sus escritos más conocidos, Misión de la Universidad (30). Inicia su trabajo haciendo un diagnóstico de la Universidad española.¿Qué es la universidad actualmente? Su respuesta es: un centro de enseñanza superior, donde se prepara a los hijos de las familias acomodadas, no a los de las obreras, para que ejerzan las profesiones intelectuales; y un centro, continúa Ortega, cuyos profesores están obsesionados por la investigación científica y por preparar a futuros investigadores.

A esa Universidad, Ortega le critica: su elitismo, ya que no reciben la enseñanza superior todos los que podían y deberían recibirla; su escaso criterio investigador, ya que confunde la enseñanza y el aprendizaje de la ciencia con el descubrimiento de la verdad o la demostración del error; y, sobre todo, le critica el abandono de la enseñanza de la cultura, es decir, no transmitir ideas claras y firmes sobre el universo, convicciones positivas sobre lo que son las cosas y el mundo; en otras palabras, no ser la institución que enseñe a vivir de acuerdo a las ideas más avanzadas de su tiempo.

¿Cuál debe ser la misión de la universidad de nuestro tiempo? Ortega responde: transmitir la cultura; enseñar las profesiones; la investigación científica y la educación de nuevos investigadores. Formulada así la misión de la universidad, parece ser que Ortega aporta poca novedad; sin embargo, cuando se hace la pregunta sobre: ¿qué criterio de prioridad hay que establecer en aquellas funciones?, la actualidad y rigor de sus respuestas nos llama, aún hoy, la atención. En efecto, se plantea el fin de la universidad y, desde esa finalidad, establece el criterio básico: “En vez de enseñar lo que, según un utópico deseo, debería enseñarse, hay que enseñar sólo lo que se puede enseñar, es decir, lo que se puede aprender” (31). La innovación pedagógica de Rousseau, Pestalozzi, Fröbel es que frente a la prioridad concedida al saber, o al maestro, la prioridad tiene que estar en el alumno, y en el “alumno medio”.

El principio que tiene que regular la enseñanza universitaria, nos dice, es el “principio de economía”. Si la pedagogía, y las actividades docentes, se han constituido en una ocupación, en una profesión, tan requerida, a partir del siglo XVIII, ha sido gracias al gran desarrollo alcanzado por la ciencia, la tecnología y la cultura. Actualmente el hombre tiene, para vivir con firmeza y desahogo, que aprender muchísimas cosas y, a la vez, tiene una capacidad individual limitadísima para aprender. La pedagogía, la acción docente, surgen por la necesidad de seleccionar lo que es básico en el aprendizaje, y de facilitar tal aprendizaje.

Hay que partir del estudiante, de sus posibilidades de saber y de lo que él necesita para vivir. Hay que partir del estudiante medio y darle sólo el cuerpo de enseñanzas que se le puedan exigir con absoluto rigor; en otros términos, enseñarle lo que se requiera para vivir a la altura de su tiempo, y que esos contenidos pueda aprenderlos con holgura y plenitud. De acuerdo con lo anterior, Ortega establece los siguientes lemas: “La universidad consiste, primero y por lo pronto, en la enseñanza que debe recibir el hombre medio; hay que hacer del hombre medio, ante todo, un hombre culto, situarlo a la altura de los tiempos...; hay que hacer del hombre medio un buen profesional...; no se ve razón ninguna densa para que el hombre medio necesite ni deba ser un hombre científico” (32).

El lema en el que Ortega centra su exposición es que la universidad debe enseñar cultura. Entiende por cultura el sistema de ideas vivas que cada época posee: “Esas que llamo ideas vivas o de que se vive son, ni más ni menos, el repertorio de nuestras efectivas convicciones sobre lo que es el mundo y son los prójimos, sobre la jerarquía de los valores que tienen las cosas y las acciones: cuáles son estimables, cuáles son menos” (33). El hombre, cada hombre, no puede vivir sin reaccionar ante su entorno o mundo, forjándose una interpretación intelectual de él y de su posible conducta en él. Esta interpretación es el repertorio de convicciones o ideas, sobre el universo y sobre sí mismo, que tiene que enseñar la universidad.

Es cierto que, en nuestra época, el contenido de la cultura viene, en su mayor parte, de la ciencia; la cultura espuma de la ciencia lo vitalmente necesario para interpretar nuestra existencia, pero hay pedazos enteros de la ciencia que no son cultura, sino pura técnica científica. El hombre necesita vivir y la cultura es la interpretación de esa vida; la vida, que es el hombre, no puede esperar a que las ciencias expliquen científicamente el universo; el hombre, para su vida, que es urgencia, necesita la cultura como un sistema completo, integral y claramente estructurado del universo; y esa cultura tiene que ser la de su tiempo. Enseñar esta cultura en la universidad requiere profesores con una gran capacidad sintética y sistemática.

En resumen, y según sus propias palabras, la delimitación que nos presenta de la misión primaria de la universidad es la siguiente: “Primero, se entenderá por Universidad, stricto sensu, la institución en que se enseña al estudiante medio a ser un hombre culto y un buen profesional; segundo, la universidad no tolerará en sus usos farsa ninguna, es decir, que sólo pretenderá del estudiante lo que prácticamente puede exigírsele; tercero, se evitará, en consecuencia, que el estudiante medio pierda parte de su tiempo en fingir que va a ser un científico. A este fin se eliminará del torso o mínimum de estructura universitaria la investigación científica propiamente tal; cuarto, las disciplinas de cultura y los estudios profesionales serán ofrecidos en forma pedagógicamente racionalizada, (sintética, sistemática y completa), no en la forma que la ciencia abandonada a sí misma preferiría: problemas especiales, “trozos” de ciencia, ensayos de investigación; quinto, no decidirá en la elección del profesorado el rango que como investigador posee el candidato, sino su talento sintético y sus dotes de profesor; sexto,reducido el aprendizaje de esta suerte al mínimum en cantidad y calidad, la universidad será inexorable en sus exigencias frente al estudiante” (34).

Ortega era consciente, y explícitamente lo hace constar, de que sus opiniones sobre la investigación científica y la formación de investigadores serían negativamente valoradas; lo que él denuncia es la farsa de la investigación científica y de su pretendida enseñanza en los estudios ordinarios. Para que no quede duda de su posición, nos dice que: “La universidad es distinta, pero inseparable de la ciencia. Yo diría: la universidad es, además, ciencia” (34). La ciencia es el supuesto radical para la existencia de la universidad, ésta tiene que vivir de aquélla, ya que la ciencia es el alma de la universidad. Además de estar relacionada con la ciencia, la universidad necesita tener contacto con la existencia pública, con la realidad histórica, con el presente. La universidad tiene que estar abierta a la plena actualidad, e intervenir en ella como tal universidad, tratando los grandes temas del día, desde su punto de vista propio, cultural, profesional o científico. Entonces —concluye Ortega— volverá a ser la universidad lo que fue en su hora mejor: un principio promotor de la historia europea.

A partir del año 1936, el problema de España, que tanto preocupó a Ortega, se convierte en la tragedia de la guerra civil española. Comienza el exilio voluntario de Ortega por América y Europa. Los diecinueve años posteriores, hasta su muerte, son interpretados por algunos como un curso biográfico distinto en su vida. Sea esto así o no, lo cierto es que su radical compromiso político parece debilitarse ante las nuevas circunstancias. Sin embargo, su talento filosófico produjo excelentes obras como Ideas y creencias (1940), La razón histórica. 1a parte (1940), La razón histórica. 2a parte (1944), La idea de principio en Leibniz (1947), El hombre y la gente (1949), etc. En estos años, sólo nos dejó un escrito pedagógico, Apuntes sobre una educación para el futuro (1953), que preparó para una posible intervención en la reunión celebrada en Londres, organizada por el Fondo para el Progreso de la Educación. En mi opinión, las aportaciones de este escrito a su pensamiento pedagógico son de escaso relieve.

Si bien los escritos pedagógicos de Ortega son una manifestación, a mi parecer significativa, de su pensamiento filosófico, no encontramos en ellos una exposición sistemática, puesto que ésta no es posible en nuestro autor. Aunque dichos escritos son más numerosos que los citados en el presente perfil, creo haber analizado los tres más importantes.

Dimensiones de Ortega como educador

El análisis del pensamiento pedagógico de Ortega patentiza dos motivaciones básicas: la primera, que condiciona y da sentido a su obra entera, es la transformación de la realidad sociocultural española. La llamada “cuestión española” atraerá constantemente su atención y generará en él iniciativas de todo tipo: Liga de Educación Política, Agrupación al Servicio de la República, ininterrumpida intervención en los asuntos públicos mediante conferencias y artículos de prensa, actividad parlamentaria como diputado, etc. La segunda, en conexión con la anterior, es que Ortega considera su vocación ser el reformista, el moldeador de la nueva sociedad y del nuevo hombre español. Como se considera, y en mi opinión justificadamente, un filósofo, su vocación la realiza fundamentalmente en la aportación de ideas impulsoras de tal transformación.

Su influjo educativo se desparrama en múltiples direcciones (36). En el ámbito académico es la personalidad más influyente de la filosofía española de su tiempo. En torno a él, bajo la influencia de su filosofía y personalidad, se constituye la llamada “Escuela de Madrid”. Manuel García Morente, Xavier Zubiri y José Gaos son con Ortega los titulares de las cátedras de filosofía de la Universidad madrileña. Cualquier conocedor de la cultura española sabe la importancia de esos nombres. Si a ellos añadimos los de Luis Recaséns, María Zambrano, Joaquín Xirau y Julián Marías, que por uno u otro motivo están en relación con la Escuela, estaremos de acuerdo en que el pensamiento de Ortega, considerado por todos como el maestro indiscutible, ocupa una posición privilegiada en la filosofía española del siglo XX.

El influjo de Ortega no se circunscribe a los profesores y alumnos —en una época de esplendor de la filosofía: la denominada “Escuela de Madrid”— que le tuvieron por maestro; su influjo se extendió a otras personas relevantes de la filosofía y la cultura española de la postguerra como José Luis Aranguren y Pedro Laín Entralgo, entre otros, por lo que puede decirse que su filosofía pertenece a la tradición cultural de nuestro país.

En el ámbito de la pedagogía, su influjo más notable fue el ejercido sobre Lorenzo Luzuriaga, cuya vinculación con Ortega provenía desde 1908, cuando éste asumió la cátedra de la Escuela Superior de Magisterio. Por los datos que tenemos (37), parece ser que los estudios de la sección de Pedagogía de la Universidad Central de Madrid fueron creados, a iniciativa de Ortega, en 1932. En relación con los programas de reforma educativa orientados a desarrollar la pedagogía como disciplina científica, hay que destacar a otro discípulo de Ortega, al que antes hemos hecho mención, Joaquín Xirau que trabajó en Cataluña. Una discípula, María de Maeztu, sigue los pasos del maestro en Marburgo y estudia Pedagogía Social con Natorp. Viajó por toda Europa para conocer “las escuelas nuevas”, lo que luego le serviría para desarrollar en España un proyecto de reforma de los métodos de enseñanza.

En el contexto extrauniversitario, Ortega realiza lo que ha llamado Luzuriaga (38) múltiples “fundaciones”, buscando claramente influir, con nuevas ideas, en la sociedad española. Entre tales fundaciones destaca la Revista de Occidente que puede considerarse la culminación de un proceso durante el que los ensayos y los fracasos han sido una constante. Sus experiencias anteriores, en las actividades culturales y políticas, le hacen concebir la Revista de Occidente como una plataforma de lanzamiento para la transformación cultural de España. Parece ser que fundó esta revista y la editorial del mismo nombre para formar lectores que tuvieran la perspectiva cultural que él tenía, y en definitiva, para crear una atmósfera cultural en la que él mismo pudiera ser leído y discutido.

Por último, quisiera poner de relieve el influjo educativo que Ortega tuvo en los países llamados del Cono Sur de Sudamérica (Argentina, Chile y Uruguay), donde encuentra una comunidad de valores y sentires compartidos y donde su influencia se intensificará gracias a la radicación de varios miembros de la “Escuela de Madrid”, exiliados a causa de la guerra civil española. Es, sin embargo, en Puerto Rico donde se percibe una mayor influencia. En su universidad se llevan a la práctica algunos de los planteamientos desarrollados en la obra que hemos comentado, Misión de la universidad, y muchos de los escritos de Ortega han sido allí utilizados como textos de estudio.

Notas

1. Juan Escámez Sánchez (España). Doctor en filosofía, actualmente profesor en la Universidad de Valencia y director del departamento de teoría de la educación. Fue profesor agregado en la Universidad de Murcia. Decano de la Facultad de Filosofía, Psicología y Ciencias de la Educación de la Universidad de Murcia. Bajo su dirección, se presentaron doce tesis de licenciatura y quince de doctorado. Autor de cinco libros y de unos treinta artículos. Estos últimos años, sus trabajos han versado sobre las actitudes, los valores y la educación moral.
2. 1.J. Ortega y Gasset, Obras completas, Madrid, Alianza Editorial-Revista de Occidente, 1983. 12 volúmenes. Los escritos de Ortega y Gasset se citan según esta edición. En las notas de referencia se mencionan título de la obra citada, el tomo y las páginas correspondientes..
3. A una edición de sus obras, vol. 6, pág. 351.
4. P. Cerezo, La voluntad de aventura, Barcelona, Ariel, 1984, págs. 15-87.
5. Juan Vives y su mundo, vol.9, págs. 509-15.
6. Para una información amplia y detallada, son de gran interés dos obras de su destacado discípulo Julián Marías: Ortega: circunstancias y vocación, Madrid, Revista de Occidente, 1973; y Ortega: las trayectorias, Madrid, Alianza Universidad, 1984. Es una fuente estimable la visión dada por su hija, María Ortega, Ortega y Gasset, mi padre, Barcelona, Planeta.
7. Una visión general de esas influencias se presenta en S. Rábade, Ortega y Gasset, filósofo. Hombre, conocimiento y razón, Madrid, Humanitas, 1983, págs. 37-49. La obra de Pedro Cerezo, ya citada, ofrece un estudio más pormenorizado, siendo de especial interés los capítulos IV y VI.
8. Al margen del libro “A.M.D.G.”, vol.1, págs. 532-34.
9. Una fiesta de paz, vol.1, pág. 125.
10. Vieja y nueva política, vol.1, pág. 268.
11. Ch. Cascalés, L'humanisme d'Ortega y Gasset, París, Presses Universitaires de France, 1957, pág. 3.
12. Una primera vista sobre Baroja, vol.2, pág. 118.
13. Prólogo para alemanes, vol.8, pág. 26.
14. A una edición de sus obras, vol.6, pág. 347.
15. José Ferrater Mora distingue tres etapas: objetivismo (1902-1914); perspectivismo (1914-1923); raciovitalismo (1924-1955). José Gaos, su principal discípulo antes de la guerra civil española, señala cuatro períodos: mocedades (1902-1914); primera etapa de plenitud (1914-1923); segunda etapa de plenitud (1924-1936); y expatriación (1936-1955). Clasificaciones similares han propuesto Morón Arroyo y Pedro Cerezo, entre otros.
16. La pedagogía social como programa político, vol.1, págs. 503-521.
17. Ibid., pág. 514.
18. Ibid., pág. 516
19. J. Mantovani, Filósofos y educadores, Buenos Aires, El Ateneo, 1962, pág. 61.
20. La pedagogía social como programa político, op. cit. pág. 515.
21. ¿Qué es filosofía?, vol.7, pág. 405.
22. Ensayos filosóficos. Biología y pedagogía, vol.2, págs. 271-305.
23. Ibid., pág. 280.
24. Ibid., pág. 278.
25. Ibid., pág. 292.
26. Ibid., pág. 300.
27. Un rasgo de la vida alemana, vol.5, págs. 199-203.
28. Sobre las carreras, vol.5, pág. 179.
29. Sobre el estudiar y el estudiante, vol.4, pág. 554.
30. Misión de la Universidad, vol.4, págs. 311-353.
31. Ibid., pág. 327.
32. Ibid., pág. 335.
33. Ibid., pág. 341.
34. Ibid., pág. 349.
35. Ibid., pág. 351.
36. J.L. Abellán, Historia crítica del pensamiento español, Madrid, Espasa Calpe, 1991, vol.V (III), págs. 212-81.
37. Zuloaga, “La pedagogía universitaria según Ortega y Gasset”, en: Homenaje a José Ortega y Gasset (1883-1983), Madrid, Universidad Complutense, 1986, págs. 23-42.
38. L. Luzuriaga, “Las fundaciones de Ortega y Gasset”, en: Homenaje a Ortega y Gasset, Madrid, Edime, 1958, págs. 33-50.

Escritos pedagógicos de José Ortega y Gasset
Por orden cronológico

1906. “La pedagogía del paisaje”. En: El Imparcial (Madrid), 17 de septiembre. Obras Completas, Madrid, Alianza Editorial-Revista de Occidente, 1983, vol. 1, págs. 53-57.
1910. La pedagogía social como programa político. Conferencia leída en la Sociedad “El Sitio”, de Bilbao, el 12 de marzo, vol. 1, págs. 503-521.
1913. La hora del maestro.
1914. La “Pedagogía General” derivada del fin de la educación de J.F. Herbart. Prólogo a esta obra, traducida por Lorenzo Luzuriaga. vol. 6, págs. 265-291.
1917. La pedagogía de la contaminación.
1923. “Biología y Pedagogía”. En: El Sol (Madrid), a partir del 16 de marzo. vol. 3, págs. 131-133.
1923. “Pedagogía y anacronismo”. En: Revista de Pedagogía (Madrid), enero. vol. 3, págs. 131-133.
1925. Elogio de las virtudes de la mocedad.
1928. Para los niños españoles.
1930. Misión de la Universidad. Texto de una conferencia pronunciada en la Universidad Central de Madrid. Madrid, Revista de Occidente,. vol. 4, págs. 313-353.
1931. En el centenario de una universidad. Conferencia pronunciada en la Universidad de Granada, vol. 5, págs. 463-473.
1933. “Sobre el estudiar y el estudiante”. En: La Nación (Buenos Aires), 23 de abril. vol. 4, págs. 545-554.
1934. “Sobre las carreras”, en La Nación (Buenos Aires), septiembre-octure. vol. 5, págs. 167-183.
1952. Apuntes para una educación del futuro. Intervenciones en la reunión del Fondo para el Progreso de la Educación, Londres, mayo, vol. 9, págs. 665-675.

Obras sobre el pensamiento educativo de José Ortega y Gasset

Bárcena, F. “La dimensión educativa del problema de la verdad en el pensamiento de José Ortega y Gasset”. En: Revista Española de Pedagogía (Madrid), núm. 160, 1983, págs. 311-324.
Barrena Sánchez, J. “Los fines de la educación en José Ortega y Gasset”. En: Revista Española de Pedagogía (Madrid), núm. 116, 1971, págs. 393-414.
Escolano, A. “Los temas educativos en la obra de J. Ortega y Gasset”. En: Revista Española de Pedagogía (Madrid), núm. 113, 1968, págs. 211-230.
García Morente, M. “La pedagogía de Ortega y Gasset”. En: Revista de Pedagogía (Madrid), núms. II-III, 1922, págs. 41-47 y 95-101.
Gutiérrez Zuloaga, I. “La pedagogía universitaria según Ortega y Gasset”. En: Homenaje a José Ortega y Gasset (1883-1983). Madrid, Universidad Complutense, 1986, págs. 23-42.
McClintock, R.M. Man and His Circumstances: Ortega as Educator. New York, Teachers' College, Columbia University Press, 1971.
Maillo, A. “Las ideas pedagógicas de Ortega y Gasset”. En: Revista de Educación (Madrid), 1955, págs. 71- 78.
Mantovani, J. “La pedagogía de Ortega y Gasset”. En: Filósofos y educadores. Buenos Aires, El Ateneo, 1962, págs. 55-74.
Santolaria, F.F. “Tres ensayos pedagógicos de Ortega”. Perspectivas pedagógicas (Madrid), núm. 51, 1983, págs. 501-510.
Zaragüeta, J. “El pensamiento pedagógico de José Ortega y Gasset”. En: Revista de Educación (Madrid), núm 38, págs. 65-70.


Por Juan Escámez Sánchez, publicado originalmente en Perspectivas: revista trimestral de educación comparada (París, UNESCO: Oficina Internacional de Educación), vol. XXIII, nos 3-4, 1993, Págs. 808-821.

1 comentario:

Pablo Cid dijo...

Uno de los mas grandes filósofos humanistas de nuestros tiempos, representando dignamente al hispanismo. Ortega y Gasset un paso obligado para el estudio de la educación