miércoles, 14 de septiembre de 2011

FELIPE V: ENSOÑACIÓN EN LA GRANJA

Al mediodía de una soleada primavera del XVIII, Felipe V el Animoso, cierra los ojos y atraviesa mentalmente los salones del Palacio de la Granja hasta llegar a la fachada principal, baja luego la escalinata hacia el jardín inferior para alcanzar el pequeño puente desde donde poder disfrutar del frescor de la ría y de los gorjeos de las preciosas aves que  a menudo le acompañan, sabedoras de que nunca deja de hacer un alto en el camino para abrir su cartucho y arrojarles migas de pan. Tras unos minutos de contemplación, continúa  por el paseo en busca de la sombra de los frondosos tilos y castaños de Indias, observando los precisos recortes que el botánico Carlier ordena ejecutar en las curiosas y variopintas formas de los setos.

La primera vez que detuvo su caballo en este paraje segoviano fue un amor a primera vista, por ello había decidido comprar el terreno, de indudable valor cinegético, a los Frailes Jerónimos, quienes en su día lo recibieran como donación de Los Reyes Católicos ¡En poco se parece aquello que adquirió con la maravilla en que se ha transformado! Realmente, piensa,  entre todos han hecho un espléndido trabajo. Nadie reconocería en este armonioso e imponente conjunto de piedra y arbolado el humilde origen del agreste terreno de caza que rodeaba la ermita de San Ildefonso, la posada y la granja! 


Teodoro Ardemans, su arquitecto y pintor de cámara, construyó sobre el antiguo edificio este imponente conjunto de prodigiosa belleza y formidable estructura, que fue ampliando y hermoseando con el paso de los años. Thierry y Fermín modelaron las fuentes con la ingente cantidad de figuras de representación mitológica que las adornan, y él se aprestó a disfrutarlo en compañía de su amada Isabel, recorriéndolas y contemplándolas una a una. Isabel prefería la de Eolo y la de Neptuno, pero él se encontraba feliz ante la de las Ranas, cuyas deliciosas figuras centrales de plomo, bañado en bronce, tanto le gustaban, aunque  también era frecuente verle rodear extasiado la imponente Carrera de Caballos. 

No podría decir Felipe si son los jardines los que dan vida a las fuentes o son éstas las que dan relieve a los jardines. Tampoco es capaz de dilucidar si ha sido él el único artífice de los aciertos de su reinado o han sido, Maria Luisa de Saboya primero e Isabel de Farnesio después, las que con su fidelidad, entrega, amor, inteligencia y energía  han sabido arropar y disculpar las carencias provocadas por esta demencia, de difícil diagnóstico, que atormenta su existencia y que habría sido causa segura de su internamiento o de su muerte sin la decisiva colaboración de sus dos esposas y por qué no decirlo, ahora que Isabel no presta oídos, de nuestra querida Princesa de los Ursinos.

Felipe ya había vivido en su Palacio de la Granja cuando decidió, tiempo atrás, abdicar a favor de uno de sus hijos. Unos afirman que lo hizo para preparar su salvación eterna al sentirse peligrosamente aquejado de su discapacidad -¿Se trataba de lo que hoy llamamos trastorno bipolar?- y otros, que su abdicación se debía a la grave enfermedad que aquejaba a su padre Luis XV haciéndole albergar esperanzas de acceder al trono francés. Sea como fuere, su hijo Luis fue proclamado rey, y el primer Borbón se refugió en su bien amado Palacio de la Granja. Pero el hombre propone y ...... pocos meses después, cuando comenzaba a disfrutar de su estancia, fue Luis el que murió debido a unas viruelas, e Isabel, su madre, transida de dolor pero con la energía vital que la caracterizaba, y el apoyo de su fiel Ministro Patiño, se empecinó en que su esposo asumiera otra vez el reinado, que llegaría a ser el más largo de la historia de los Borbones en España, aunque dividido en dos mitades. 

¡Cuantos avatares desde entonces hasta ahora! En sus períodos de lucidez, cada día más escasos, va recordando, desgranando y degustando los recuerdos de su vida, mientras Isabel se ocupa y preocupa de dirigir las postrimerías de las obras y ornamento de su Palacio, el mantenimiento  de la flora y fauna de sus terrenos y de la frondosa pinada que lo rodea! 

Las ausencias del Rey se van haciendo más frecuentes, y sus raptos de locura se repiten de manera intermitente. Se dice que hay noches en las que se levanta del lecho y recorre las estancias hablando con las estatuas que lo adornan, como si de sus consejeros se tratara; simula cabalgar a lomos de los caballos de los tapices de Palacio o se enfurece y aúlla como un lobo hambriento porque no le permiten salir a pescar a la luz de la luna. Farinelli, el castrato de portentosa voz de soprano, que le acompañará hasta su muerte, es el único capaz de calmar sus nervios y aliviar sus ataques, entonando sus arias preferidas.

Pero en esta mañana primaveral se encuentra lleno de vida. A sus balcones llega el aroma de las rosas, y se imagina ya junto a  los Baños de Diana. Con los ojos del alma observa el movimiento de las cascadas de agua cristalina que brotan sin cesar, para pasar después a sentarse en un banco junto a los gigantescos cedros y cipreses, que sirven de lenitivo a sus maltrechos nervios, aportándole unos instantes de ansiado sosiego y  reposo. 

Hace ya tantos años que abandonó Francia que apenas recuerda cómo había  comenzado todo en otros hermosos jardines, los de Versalles, testigos de los juegos con sus dos hermanos, bajo la atenta mirada de su abuelo El Rey Sol. Entonces aún desconocía lo que el destino, siempre caprichoso, iba tejiendo a su alrededor. Tenía sólo diecisiete años cuando la muerte de su tío abuelo Carlos II enredó la madeja de sus sueños, obligándole a alejarse de todo lo que amaba y a emprender el viaje a un país vecino pero extraño, del que desconocía hasta el lenguaje y al que durante toda su vida habría de gobernar. ¡Que duro y difícil había sido soportar aquella primera etapa por causas ajenas; que duro y difícil es sobrellevar esta última por causas propias! 

¿Por qué la muerte se había cebado sin sentido en su primo José Fernando, el heredero, de tan sólo seis años? ¿Qué motivos se adujeron para que, finalmente, Felipe  fuera preferido a su primo el Archiduque de Austria tan cercano al Monarca? ¿Cómo y de qué hábil manera Portocarrero, a la sazón Arzobispo de Toledo, que hoy tanto le aborrece, había convencido a Carlos II, a escasos días del óbito, de que modificara su testamento a favor del apuesto y elegante Bourbon, ese mozalbete francés de corta edad, afirmando que superaba en condición y cualidades al austriaco para regir el futuro de la vecina España y para fundar allí una nueva  dinastía?       

Su vida estaba llena de coincidencias que en un principio había considerado  inoportunas pero que, poco a poco, le afianzaban en la idea de que el destino, como el corazón, tiene razones que la razón no entiende y........ muchas veces acierta.

Nadie habría apostado por un rey que, nada más acceder al trono, emprende una sangrienta guerra de más de trece años, pero su valentía y arrojo en las continuas batallas en las que se crecía, olvidando malestares y depresiones, como si de una original terapia se tratara, fueron las que, limando asperezas y desencuentros, le habían ido ganando el favor y el respeto del pueblo español.

En estas cavilaciones continúa su fantástico deambular. Atrás queda el parterre y la fuente de las Tres Gracias, sostenidas por tritones reforzados con fieras y monstruos, de cuya boca surgen varios surtidores que vienen a juntarse en la parte baja donde Anfítrite, diosa del mar, sentada cómodamente en su concha, mira embelesada a los delfines, cisnes y céfiros que combinan sus chorros con deliciosa variedad. Al monarca le entusiasma el ingenio demostrado en esta serie de figuras y lo intrincado de su funcionamiento.

Cuando los hombres unimos inteligencia fuerza y habilidad, somos capaces de crear belleza y eficacia a partes iguales. Se necesitó primero un tratado de paz como el de Utrecht y luego muchos años de paciencia para sacar a España de la corrupción, pobreza e ignorancia en que se debatía al comenzar el siglo. Hubo que ceder territorios,  eliminar odios y ganar voluntades. Españoles, franceses e italianos fueron capaces de sobrevivir a su mutua inquina para arrimar el hombro a la tarea  ¿De dónde si no podría haber mantenido yo la integridad de España -una verdadera obsesión para mi antecesor, el último de los Austrias- sin la estructura centralizadora que mis leales aconsejaban? ¿Cómo alcanzar tamaño desarrollo económico y florecimiento comercial de unas pobres semillas desparramadas sin control en el anterior reinado?¿De que manera hubiera sido posible el avance, cultural y artístico de esta nación, considerada por muchos fanática y bárbara, sin la genialidad de las mentes que, no sólo en tiempos de guerra me condujeron a la victoria sino que, instaurada la paz, me fueron proponiendo por una parte, la abolición de los Fueros, los Decretos de Nueva Planta y la creación de las Aduanas, de  las Secretarías de Estado o de los Cuerpos de Funcionarios, y por otra, la reforma de la Universidad, la inauguración de la Biblioteca Nacional y de las Academias, así como la construcción del Palacio Real y de ésta mi casa de La Granja, en este controvertido período que todos conocerán como el inicio del Siglo de Las Luces? 

Nunca llueve a gusto de todos y todavía colea esta lucha absurda de ciertos Ilustrados Europeos, que arremeten contra nosotros con más cabezonería que conocimiento, pero el trabajo se ha ido haciendo. Hemos asentado las bases de un Estado moderno y próspero; Isabel suple mis ausencias con grandes dotes de gobernante; la población ha aumentado, las cosechas son abundantes,  y mi vida se ha ido alargando en mayor medida de lo que mis amigos, mis enemigos e incluso yo mismo podíamos imaginar, proporcionándome la oportunidad de presenciar el crecimiento de los hijos que me han sobrevivido, y de alcanzar un reino próspero y en paz. Doy gracias a Dios Todopoderoso por todo lo que me arrebató y por todo lo que me otorgó en estos sesenta y dos años de vida que, en su infinita misericordia, me ha concedido.

El Palacio Real  y los Jardines de La Granja fueron, sin lugar a dudas, los preferidos de este Monarca. Allí revivió su infancia feliz en Versalles; allí disfrutó de su familia; en ellos definió gran parte de su política, y a ellos acudía en los momentos más angustiosos de su enfermedad. No obstante, el Monarca, falleció inesperadamente, a los pocos meses de este deambular imaginario, en el Palacio del Buen Retiro de Madrid, su residencia habitual, donde fue instalada la capilla ardiente y donde durante tres días recibió el adiós sentido y emocionado de un pueblo entregado a su causa. 

Felipe, Sin consideración de tirios y  troyanos y poniéndose el mundo por montera, había dispuesto no ser enterrado como sus antecesores en la Cripta de El Escorial, y reposa junto a su amada Isabel en la Colegiata de este bellísimo Palacio de La Granja de San Ildefonso,  hoy conocido, recorrido y admirado por propios y extraños donde cuentan que,  algún que otro mediodía de primavera, las aves se reúnen y atravesando en vuelo rasante  la Calle Larga llegan hasta la Plaza de los Caballos. Allí se detienen y silencian su canto, esperando la mano regia de aquel Felipe que les arrojaba siempre miguitas de pan.


Bibliografía:

Felipe V, la Renovación de España. Agustín González Enciso. Eunsa. Pamplona, 2003.
Felipe V, el rey que reinó dos veces. Henry Kamen,  Traductora: Eulalia Vilà Palomar. Planeta. Historia. 2010.

Por Elena Méndez-Leite

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