miércoles, 29 de agosto de 2012

LA IRREALIDAD REAL DE HOPPER

Autorretrato
En el Young del Fine Arts Museum está, junto a otras pinturas de su reverenciado Manet y su profesor y amigo Robert Henri, El retrato de Orleans de Hopper, pero todavía no he encontrado ninguna referencia que me confirme que el pintor estuviera alguna vez, en vida, en San Francisco. Seguramente pasearía en multitud de ocasiones por sus empinadas calles, pero eso no hace al caso. A mí si me encandiló, por primera vez, allí. Fue hace muchos años, en Campton Gallery, una pequeña y coqueta galería de arte, cercana al hotel King George, en el que nos alojábamos, donde un cuadro de Pradzynsky, autor polaco, hasta entonces desconocido para nosotros, y hoy desafortunadamente desaparecido, parecía llamarnos desde el escaparate cada vez que pasábamos por delante de él en nuestras frecuentes entradas y salidas y, que entonces acabábamos de comprar. Quizá fuera ese el motivo por el que no había reparado antes en que, a su lado, abierto sobre un atril, un libro de grandes proporciones mostraba a doble página el Nighthawks de Edward Hopper. A pesar del doblez, que interrumpía sin pudor  la contemplación de la fotografía, la escena era tan impresionante que en la siguiente salida no sólo volví a pararme, sino que entré de nuevo sin dudar y le pregunté al galerista si se vendía. Me miró con una sonrisa, entre cómplice e irónica, y me dijo: “El libro sí, la pintura que incluye lo dudo, aunque en definitiva todo se vende. Es cuestión de precio, pero tendría que ir a Chicago a informarse, y mucho me temo que la respuesta sería no.” En aquellos momentos no sólo descubrí a Hopper sino también que ese refrán que dice “La ignorancia es atrevida” quizá se había escrito pensando en mí. 

Desde aquel día han sido muchos más mis silencios que mis preguntas y muchas  las horas que he dedicado a disfrutar y saborear esas pinturas llenas de luz fría y sombras amenazadoras; de edificios aislados y seres solitarios, ensimismados, pensativos, ausen-tes y presentes, en una realidad a la que parecen no querer pertenecer, pero que les en-vuelve, les obliga, les domina.

Retrato de Orleans

Nighthawks

En un primer momento, me entusiasman sus campos de trigo acostado, enmarcando una casa de campo, americana, muy americana; blanca muy blanca pero sola, muy sola, en la  inmensidad ambarina del atardecer. Me sobrecogen sus habitaciones de hotel, de cualquier hotel limpio e impersonal; apenas una cama, un visillo al viento y una mujer, en algunos casos la suya, generalmente desnuda, o a medio vestir, con la mirada fija en el horizonte que se adivina o no, tras el cristal frio como su mirada, desengañada ante una vida que nos quiere contar pero que calla, dejándonos vivir con el torpe consuelo de que el haberla escuchado nos habría dolido más. Me impresiona ese hombre maduro sentado impasible en un Domingo, como cualquier domingo, pasados los cincuenta, en el que los edificios, como la vida, están cerrados y en penumbra, sin el menor rastro de gentes que, seguramente, aun duermen pero que bien podían estarse preparando para el Juicio Final. Tal es la sensación de desierto de la pintura, que hasta el sol, de amarillo, hace daño como un limón helado en Navidad. Me relajan sus pequeños veleros en los que el patrón va buscando compañía en las gaviotas, como si el bullicio de sus graznidos compensara la ausencia de otras voces amadas y perdidas que no volverá a escuchar, mientras la mar azul se retuerce en olas y las nubes forman rosarios de cirros al despertar. Me deslumbran los rojos de labios y tejados y el naranja chillón y vivo de las gasolineras impolutas, como recién estrenadas o a punto de cerrar. Me abruman las moles imponentes del cemento de cientos de edificios, ordenados, geométricos, arquitectónicamente puros, blanquecinos, grisáceos, renegridos, sin una  línea de más ni una de menos, llenos de ventanales desde donde nadie se acerca a mirar. Me asustan sus casas en las que en cualquier momento puede aparecer Norman Bates, o aquellas otras en las que la soledad de dos en compañía puede ser más atroz que el que un cuchillo te atraviese en la ducha las entrañas cualquier anochecer. Me espanta lo premonitorio de esas salas de cine abandonadas, en las que, casi por azar, una mujer se sienta en la primera fila, como avisándote de que aún funciona, aunque sea tan sólo para ella y por última vez... Pero hay que mirar a Hopper muchas veces, en diferentes etapas de la vida, en distintos momentos de paz o tormenta de espíritu, porque hay millones de modos de aprenderlo y aprehenderlo, de gozarlo y sentirlo, de disfrutarlo y sufrirlo una y otra vez. Hay alrededor de un centenar de cuadros del Hopper maduro, el que yo prefiero, junto a sus carteles publicitarios, que me parecen fuera de serie y pregoneros de todo el inmenso arte que nos dejará después. Su etapa parisina, sin embargo, la percibo como un ejercicio de aprendizaje, espléndido sin duda, pero que, no sabría decir por qué, “no me sabe nada a él”. 

Domingo

He visto tanta pintura de este Americano impasible y en tantas ocasiones, que me resulta imposible decir cuantas de sus obras he llegado a admirar, pero nada importa, siempre es el mismo y es distinto, y siempre la historia de cada uno de los protagonistas de sus cuadros puede ser diferente o igual a la que la imaginación provocó la última vez. Puedes sentarte con los ojos vírgenes tranquilamente delante de ellos e inventarte una historia alegre y desenfadada, con toda la riqueza de lo que ves, o rememorar cualquier película del cine negro americano, o al propio Woody Allen rodando en el Manhattan de su alma, y así hasta recuperar a Antonioni, pasando por Nicholas Ray, Wender, o Hitchcook. Puedes, sin levantar los ojos de cualquiera de los lienzos, releer cualquier novela de los años de la depresión; buscar al Perry Smith de los sesenta; preveer el actual desasosiego en el que la crisis mundial nos ha envuelto, sin que sepamos definitivamente por qué, o recuperar el sueño americano a través de la presencia de tantos personajes que se quedaron a vivir entre sus lienzos para la eternidad.

Pero yo ahora estoy aquí, mirando fijamente mi manoseada copia de  Noctámbulos que, como en la mayoría de películas de nuestra infancia, responde a una traducción libre por la que aquí conocemos el original Halcones de la noche o Nighthawks. En el lienzo, un camarero levanta la mirada hacia dos de sus tres clientes que, sentados en la barra de un bar, apuran sus consumiciones en silencio. Una pareja; el hombre con un cigarrillo entre los dedos y un flexible bogartiano, y la mujer con ese aspecto entre insinuante y desmadejado de una starlett de los cincuenta en una madrugada que termina sin final feliz. De espaldas al espectador, otro personaje maduro y solitario parece fijar la mirada en su propia consumición. Al fondo, la negrura solitaria de la noche y en el diner la luz amarilla y fría de tantas otras veces, otra vez más. Este es el cuadro, si no más hermoso, sí más renombrado; ése que me impresionó y que me impresiona cada instante más y más; ése que no figura en la actual y magnífica exposición del Thyssen y que yo descubrí una mañana soleada en San Francisco, cuando fui a comprar el cuadro de un pintor polaco y, de repente, se me abrieron las puertas del paraíso de Edward Hopper, del que tanto he disfrutado sin merecerlo, sencillamente porque hay ocasiones en las que nos acompaña la gracia de Dios. 

Por Elena Méndez Leite

Nota: En estos días se puede visitar en Madrid  la exposición “Hopper” en el Museo Thyssen Bornemisza, hasta el próximo 16 de septiembre.

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