Hacía ya demasiados años que mi adolescente interés por los temas orientales se había aletargado. Recuerdo ahora, casi como en sueños, las largas horas que en mi juventud había dedicado a devorar las páginas de Pearl S. Buck, escritora americana, hija de misioneros, que había pasado parte de su niñez en China. Volvió a Oriente, tras su matrimonio y allí, entre libro y libro, transcurrió la mitad de su vida dedicada a la misión de proteger a los niños abandonados chinos y mestizos. Pearl describía en sus novelas, con conocimiento de causa, la belleza y riqueza de las costumbres del País del Sol Naciente; el dolor, la fortaleza y la resignación y el ser y el devenir de los habitantes de aquellas tierras, con una naturalidad y un realismo no exento de ternura que conseguía atraparte. La Academia Sueca le había concedido el premio Nobel y yo años después, modestamente, le dediqué durante muchos meses la mayor atención y las cuatro perras de que disponía para comprar libros. Ahora, sin embargo, la tenía casi olvidada en un anaquel de la biblioteca. Vivimos en un mundo tan prosaico que, inevitablemente, la imagen de la nueva China se ha convertido para mí en una inexplicable mezcla de capitalismo salvaje y comunismo recalcitrante. En una serie de idénticas voces melodiosas e incomprensibles, en la misma sonrisa y los mismos platos de los mil y un restaurantes esparcidos a lo largo y ancho del mundo; en clónicos grupos de turistas cámara en ristre fuera cual fuese el lugar que visitara.
Conservo también en la retina la imagen de unos reportajes en los que se ofrecían a la contemplación algunas ciudades asiáticas. Ciudades inmensas, prósperas, austeras, laboriosas e impersonales, y como contraste de todo aquello un entorno casi mágico de antiguas tradiciones, de lugares prohibidos y anhelados, de jardines de cuento, de dragones y máscaras que ocultaban unos rostros casi tan inescrutables, tan inaccesibles y tan misteriosos como ellas mismas. Eran unos documentales elaborados como reclamo turístico, por lo que tan solo resaltaban los aspectos positivos de ese enorme y lejano Oriente pero, a la vez, acuden a mi mente algunas lecturas posteriores en las que sus protagonistas recorrían en bicicleta, junto a miles y miles de compatriotas, el camino diario hasta llegar a su residencia anónima en la colmena, mientras las grandes mafias se repartían sin pudor las ganancias de su esfuerzo. Todo esto forma parte, ahora me doy cuenta, de un baturrillo mal digerido que debo corregir sin tardar.
Recuerdo también aquel día de hace unos años en el que inesperadamente sentí como un trallazo en la columna vertebral. Sin previo aviso, unas imágenes televisivas llenaban de negrura y terror mi cómoda vida. En la pantalla iban apareciendo las más horribles huellas del dolor, las de unos niños condenados a morir por el hecho de haber nacido discapacitados, o por haber cometido el pecado de ser niñas. Cuarenta y dos minutos de ansiedad e impotencia infinita pasaron ante mí hurgando sin piedad en todos los rincones sensibles, estrujándome el alma hasta hacerla jirones de amargura. Cuando terminó el horror, los ojos de una de las desgraciadas niñas del reportaje, se quedaron clavados en mí a través de su mirada. Permanecí sentada varias horas como un montón de carne malherida y aún hoy, después de tanto tiempo, sigo viendo esos ojos condenados a la agonía mientras les quedase un soplo de vida.
Y sigo viéndolos porque he vuelto a escuchar la tragedia de unos chiquillos atrapados en una red de repugnantes pederastas y se me han removido todos los recuerdos amargos de aquel reportaje, y porque hoy, para remate de fiestas, los informativos nos relatan el terror de un pequeño al que su propio hermano mató de una paliza.
Son ya demasiadas las pupilas de los niños en las que cabe toda la angustia. No solo en Asia o en África, sino en América y Europa. Se cuentan por miles los que mueren de hambre, de sed, de calor o de frío, de malos tratos, de terror, de soledad, de abusos o de abandono y, mientras, nosotros seguimos nuestra vida como si fuera un problema ajeno. Debemos tener la conciencia dormida porque todos somos en mayor o menor medida sabedores de su existencia y, sin embargo, necesitamos que de vez en cuando nos recuerden que la tragedia sigue in crescendo, para bombardear las emisoras de radio, las redacciones de los periódicos, o los estudios de televisión con llamadas apresuradas y nerviosas brindando, sin la suficiente consciencia y serenidad, la que quizá no sea la mejor ayuda.
De todas maneras aún no está todo perdido. El simple hecho de que tantos y tantos vecinos nuestros y de otros lugares menos próximos hayamos sentido parecido sobresalto ante estos horrores, y de que su comentario haya conseguido desplazar de las columnas de los periódicos de toda España las desventuras de esta crisis que nos está amargando la vida, demuestra que todavía podemos ser capaces de vibrar ante la más desoladora de las injusticias, la que se ceba en los inocentes y desprotegidos.
En todas las épocas ha habido miserias sin cuento pero, hoy por hoy, crece el abismo entre las zonas de prosperidad y las de indigencia, y mientras la excesiva riqueza abona la extensión de conductas viciosas, la miseria provoca las guerras más crueles, porque siempre hay un país poderoso que proporciona las armas sofisticadas que causan mayor número de muertos y peores secuelas en los supervivientes y, sea como fuere, tanto en la abundancia como en la escasez hay ya demasiados hombres, mujeres y, sobre todo, niños condenados al terror y al silencio.
Espero que, poco a poco, se vaya dando un severo toque de atención a esos desalmados que en algunas naciones invaden la intimidad de las familias; o por simple avaricia provocan guerras sin cuento, y muy especialmente a todas aquellas bestias que escandalizan a un niño sin que les ajusten al cuello una piedra de molino...
Espero y confío, sobre todo, en que los más jóvenes puedan reconvertir tanto horror como les hemos propiciado y aprendan de nuestros errores para no cometerlos, utilizando los medios que la técnica pone hoy a su alcance no para ser más ricos, sino para ser más buenos.
Desde este lugar de paz y de esperanza en el que todos nosotros nos movemos sé que es fácil quejarse de la maldad de otros, o del dolor ajeno, pero no podía dejar de contarles que desde hace unos días tengo el corazón hecho un trapo; que me duele hasta el pensamiento y que se me están clavando una a una todas las palabras de mi Parábola favorita; la de los Talentos. Y quería confesarles, que ahora soy yo la que tengo miedo. Miedo de arrinconar en otro estante del alma, como hice con los libros de Pearl S. Buck, todos esos ojos de niños cubiertos de llagas y hambrientos, o los de los que escapan desnudos del horror de las bombas, o de los que tropiezan con un ser inhumano que los llena de espanto el alma y el cuerpo, porque siento que todos ellos desde la pantalla del televisor o desde las páginas de cualquier periódico se vuelven hacia mí implorando ayuda... y me miran... ¡Dios mío, cómo me miran sus enormes ojos temblando de miedo!
Por Elena Méndez-Leite
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