"No busquemos solemnes definiciones de la libertad. Ella es sólo esto: Responsabilidad". George Bernard Shaw
Supongo que realmente eso nunca ha sido así, o no del todo, pero hasta donde alcanza mi memoria, hubo un tiempo en que cuando uno paseaba por el campo –cazando, montando a caballo, en moto o simplemente andando- lo que se percibía era una reconfortante y manumisora sensación de libertad, que entraba a raudales por los cinco sentidos: el olor de los pinos, las jaras, tomillos o espliegos; el canto estridente y nervioso de las urracas, contrapuesto a la cadente y sosegada llamada del cuco en primavera; el vuelo alborotado de la perdiz roja o el majestuoso y sentenciador de un águila, la cálida luz de una puesta de sol o el brillo de un frío amanecer invernal; el sabor dulzón de un tallo de junco, o el amargo y persistente de una bellota; la sensación única de caminar por la nieve en el silencio de un bosque, o la de la hierba de una pradera rozando nuestra espalda. Todo invitaba a sentirse en comunión con el mundo, con la naturaleza, con la vida, mientras se podía llegar a sentir, al menos por un instante, esa energía invisible que todo lo abarca y de la cuál formamos parte.
Poco a poco y de forma casi imperceptible fueron llegando las leyes, las normas, las prohibiciones, los guardas, las multas, las vallas... Supongo que en parte todo ello era necesario, pues a medida que eran más los que se acercaban al campo, disminuía la cultura y la formación de quienes lo hacían. Latas, bolsas, actitudes descuidadas, falta de respeto por los habitantes del agro... incendios, furtivismo, sobre-explotación, degradación... Probablemente el campo no habría soportado toda esa presión sin esa merma de libertades, sin esas normas, sin esas puertas, sin toda esa vigilancia.
Con todo, lo triste es que a lo largo de todo este proceso apenas se ha tratado de educar seriamente a la sociedad, o cuando se ha intentado era más en base a un decálogo normativo y superficial, que a una verdadera formación en determinados principios. Es más fácil prohibir que regular; prohibir que educar; prohibir que enseñar valores. El respeto por el mundo que nos rodea y por todos los seres vivos es algo que debe acompañar al ser humano desde su más tierna infancia. No se puede tirar una lata al campo porque nos lo prohíban o nos sancionen, ni siquiera porque no sea biodegradable o porque no este de moda, sino porque nuestras normas de conducta, nuestra educación y nuestro respeto por la naturaleza y los demás, deberían hacer que semejante acción resultara sencillamente insoportable para nuestra conciencia.
Al final, lo que se esta consiguiendo es apartar a la sociedad del campo; alejar al ser humano de la naturaleza, pues lo que resulta hoy en día insoportable es la sensación de ser permanentemente observado y que el acto más sencillo –dar un paseo por el campo- dependa de normas, regulaciones, vallados, pago de entradas, lectura de infinidad de carteles con advertencias, disposiciones legales y un largo etc. que nos hacen sentir de cualquier manera, menos en libertad. Si además uno pretende hacerlo sobre una moto -o cualquier otro tipo de vehículo-, se convierte directamente en delincuente en la mayor parte de nuestro estado, tal y como se deriva de la Ley 10/2006 de 28 de abril, por la que se modifica la Ley 43/2003 de 21 de noviembre, de Montes. En dicha ley quedan prohibidos o limitados de forma drástica, tanto el acceso al monte de vehículos a motor, como incluso el de las propias personas... salvo en aquellos casos que determinen las Administraciones Públicas, que además podrán cobrar por ello.
La libertad de transitar por los espacios naturales no es algo que se nos deba de conceder por la gracia de una administración que regula y normaliza, sino que es un derecho que todos tenemos y que deberíamos poder ejercer –libremente- desde el respeto y la responsabilidad que significa esa libertad. La norma nos hace obedientes o nos somete, pero no necesariamente responsables. Quien no esta acostumbrado a hacer uso de su libertad, termina por desconocer cómo debe manejarla y qué hacer con ella cuando, antes o después, la alcanza. Si nos apartan del campo, difícilmente aprenderemos a amarlo, a valorarlo y a respetarlo, pues solo se valora, ama o respeta, aquello que nos resulta cercano, familiar y próximo a nuestros más íntimos sentimientos... ¿se podrá defender en el futuro algo que no se valora?... ¿algo que apenas tiene algún significado sentimental para nosotros?... Lo dudo. Y lo que es más importante todavía, si nos apartan del campo, nos habrán arrebatado una de las mejores y mayores escuelas de en donde aprender lo que significa la libertad y la responsabilidad.
Si soy lo que soy, si siento algo por el mundo que me rodea, si aprecio la vida o si me puedo considerar una persona sensibilizada por todo aquello que concierne a la naturaleza o a otros seres humanos, es porque desde pequeño he tenido la posibilidad de vivir y ser educado en la libertad de andar por el campo o la montaña. También en la del mar. Sin duda, todo aquello contribuyó también a despertar en mi el sentido de la responsabilidad y me ayudó a comprender que nada puede compararse con la sensación de sentirse libre.
Si seguimos sometiéndonos al imperio de la ley, la regulación, la norma y la prohibición, en lugar de al de la educación, la formación, el respeto y los valores, un día habremos olvidado cómo deberíamos comportarnos en el ejercicio de nuestra libertad... cómo deberíamos comportarnos en ausencia de todas esas leyes y normas. Nada hay que el hombre aprecie más que sentirse dueño de su propio destino. Nada hay más sensato que saber vivir con responsabilidad. Si nos siguen arrebatando ambas posibilidades, algún día no muy lejano nos veremos obligados a reclamar aquello que por derecho nos pertenece. Y ese día saldrán del corral borregos o bestias, pues nuestra humanidad quedó olvidada cuando decidieron apartarnos del campo.
Por Alberto de Zunzunegui
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