Por su interés reproducimos el artículo de José Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, publicado el pasado día 8 de julio en la edición impresa del diario EL MUNDO.
LA ACADEMIA ASALTADA
El autor critica con ironía a tantos políticos y opinadores en general convertidos de pronto en doctos historiadores. Considera injustificados los duros ataques que ha recibido el Diccionario de Historia de España de la Academia.
Maravillado -pero consternado- estoy de que en esta nueva edad de oro de la cultura que aseguran nuestros angélicos políticos de uno u otro signo en Estepaís -antes, España- proliferen de tal modo los historiadores, oficio trabajoso y delicado cuyos dominio y maestría jamás acaban de alcanzarse suficientemente, por ser materia tan compleja y sutil, al tratar de entender y explicar al hombre y las relaciones entre los hombres en el tiempo, como han subrayado en líneas hermosísimas los mejores especialistas de la disciplina, al insistir en investigar el objeto de sus análisis durante mil horas antes de intentarlo sintetizar en pocos minutos o renglones.
Porque, en efecto, vemos hoy que cualquier indigente mental u osado cantamañanas de la pluma deriva el empleo de sus ocios -que mejor estuvieran aplicados a otros juegos o menesteres más a su alcance- a exhibir desvergonzadamente sus limitaciones cerebrales en la producción de novela histórica, describiendo con pasmosa ligereza y rapidez situaciones y personajes que no sólo se le escapan, sino que ni siquiera llega a rozar, solazándonos con estúpidos diálogos donde fracasan, hermanadas en el naufragio, la literatura y la historia, a la explicación profunda y filosófica del pasado, como nuevo Ortega, o a vestir sus capacidades de cronista raso, con el uniforme y las medallas de historiador científico y riguroso.
Algo similar a lo que sucede, a favor del viento en popa de las facilidades editoriales propiciadas por la universalización de los ordenadores, en el campo de la vulgar narrativa o de la sublime poesía, donde cualquier absurdo engendro, sin matemática ni música ni sensibilidad ni vibración original alguna, adquiere y luce los galones líricos de la edición, con daño evidente para los verdaderos poetas, obligados a compartir razonables desprecios de libreros y lectores, aburridos por tantas naderías o jeroglíficos.
Todos estos dislates, que suelen traducirse en una petulancia ineducada -¡ay, siempre la cuestión educativa, tan olvidada por los de la rosa o la gaviota!- por parte de las masas de tuerceplumas del verbo escrito que, con tanta comodidad, adquieren honores publicísticos, graduación de escritores y hasta, a veces, el decisivo reconocimiento económico -convertible en adelantos de muchos miles de euros que los convierten en famosos-, han alcanzado últimamente un nuevo nivel o bajado otro escalón.
Me refiero al ataque impúdico, u obsceno, como se prefiere decir hoy, con impropiedad típica, para mostrar mayor desdén hacia la Academia a la que me honro en pertenecer, la de la Historia, chiringuito donde han terminado, con modesto premio merecido los más, sus días de esfuerzo historiográfico las momias, como se complace en denominarnos el representante de una ideología caracterizada, además de por sus decenas de millones de asesinatos -que multiplican por 20 los perpetrados por la bestialidad de Hitler o el mísero Franco-, por la aniquilación, también, de la libertad en el más implacable régimen de totalitarismo leviatánico que el hombre ha conocido. Miserias realizadas normalmente por no menos repugnantes dictadores, en régimen de gerontocracia, es decir, protagonizado por momias como Stalin, Mao o, también, el ejemplar señorito Castro, propietario de una finca caribeña de 12 millones de hectáreas, a una de cuyas fastuosas recepciones, tras haber concluido la maratón en barco con que conseguí un Premio Guinness en 1985, me negué a asistir, por solidaridad con la miseria en que este fanático de una ideología inviable forzaba a malvivir a su pueblo.
Sin apresuramiento, que la insignificancia científica de la ofensiva, organizada, tal vez, desde oscuros centros de poder o frustraciones personales más o menos justificadas, tal vez, por esa obtusa forma de necedad, que tanto daño nos ha hecho a los españoles, de criticar con saña lo que no se ha leído o se desconoce, al objeto de ir reduciendo mi ira a la burla risueña, pues no más merece la insolvencia, ignorancias -algún brillante periodista, cuyo nombre callo por piedad, confundía, en su ferocidad televisiva, el reinado de los Reyes Católicos con el de Alfonso el Sabio, a quien colocaba en el siglo X, mientras explicaba nuestra académica incompetencia- y estupidez de las huestes que se han lanzado al asalto de la modesta institución, donde procuramos concluir nuestras vidas de estudio consagradas, con tanto deseo de acierto, a la historia de España, aunque a ellos les parezca sombría Bastilla en cuyo asalto y reparto de bienes y medallas se empeñan, armados con planteamientos tan agresivos como torpes y groseros.
El enorme esfuerzo que ha supuesto la edición en una decena de años de los 50 tomos del Diccionario de Historia de España de nuestra Academia (y en el que debo confesar humildemente que mi participación firmada ha sido mínima y recae en el siglo XVII, el que menos mal conozco) es obra cuya envergadura era de esperar que en Estepaís suscitase irritadas envidias como respuesta natural despechada. La obra, de la que yo hubiera preferido eliminar el siglo XX, cuyos materiales hubieran dado lugar a otro segundo texto, es, como todo trabajo colectivo de cualquier dimensión, inevitablemente desigual, pues las personas, aunque otra cosa pretenda cierta candorosa ideología vigente, nacemos libres, pero desiguales en capacidades, que luego la vida disminuye o crece, según los casos, mientras sus enfoques sesgan siempre la imprescindible, por otra parte, interpretación del personaje y selección de la información pertinente, sin que me vaya a lanzar ahora al prolijo, superado, excepto para discusiones tribales, y multimillonario -en páginas- debate sobre la posibilidad, límites y hasta, inclusive, interés de la objetividad histórica que jamás puede ser un retrato fotográfico, sino una pintura inteligente del pasado, desde puntos de vista diferentes (B. Croce) y con colores distintos.
La información, los datos, es lo que sobre todo importa, no al lector, sino al consultor del Diccionario. Y si en este aspecto ciertos trabajos adolecen de candor o de impropiedad o identificación abusiva con el personaje, menos aún si en esta misma línea incorporan conceptos sociopolíticos en mayor o menor grado discutibles, más me parecen defectos que desprestigian al autor de la entrada, siendo tan evidentes, que al conjunto de los demás 43. 000 estudios biográficos.
En todo caso creo que la idea aprobada por la Academia, en prueba de buena voluntad, que hubiera sido inconcebible en otra institución similar, en el sentido de admitir colaboraciones complementarias o suplementarias sobre puntos controvertidos de nuestra historia reciente, a partir de la II República y Guerra Civil, que se recogerían en la segunda y al parecer inminente segunda edición del Diccionario, en su versión digital y hasta en algún tomo donde se editasen, como Apéndice, siempre enriquecedor, los estudios alternativos que sobre alguna voz concreta, por ejemplo, Franco, se nos enviaren, con la extensión establecida.
Para concluir, deseo manifestar, con toda mi repugnancia, que arrojo indistintamente, sobre unos y otros, respecto a ese maniqueísmo historiográfico que con cínica hipocresía, dictamina objetividades y concede o niega rango científico a los trabajos históricos, según idénticos términos se apliquen a biografiados que coincidan o no con la ideología política del lector o crítico. Dada la obvia imposibilidad de que la caverna española azul o negra que, «confesada y comulgada ataca al hombre», o colorada, admita estas elementales nociones democráticas sería magnífico y tranquilizador que los sectores radicales de la izquierda (concepto del que no acabo de entender contenido ni fronteras ante los horizontes de la segunda década del siglo XXI) progresista española, disecada en 1936 y con las garras aún de la Guerra Civil sin recortar, comprendiera que la idea de democracia, con su raíz liberal, exige la libertad y el respeto a las opiniones distintas a las nuestras que no se nos intenten imponer por la violencia.
Por José Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, catedrático y miembro de la Real Academia de la Historia
Por José Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, catedrático y miembro de la Real Academia de la Historia
2 comentarios:
La verdad es un valor esencial que no puede ni debe doblegarse ante intereses políticos o personales, especialmente cuando lo que pretenden esos intereses es, precisamente, imponer su propia verdad, de forma parcial, incompleta o sesgada.
La verdad histórica no siempre es fácil de determinar de forma totalmente objetiva y el debate, cuando se produce desde el conocimiento, el estudio y la erudición siempre es bienvenido. Pero cuando el asalto se produce desde la ignorancia, la petulancia, el resentimiento, la tosquedad, la zafiedad, la garrulería, la mezquindad, la intriga y la insidia, lo único que se pone al descubierto es un burdo y vergonzoso intento -uno más- para tratar de mancillar el prestigio, la reputación, la honorabilidad y el academicismo de una institución tan relevante como nuestra Real Academia de la Historia.
La justicia ya hace tiempo que fue tomada por asalto y ahora parece que le ha llegado el turno a la máxima autoridad para la conservación, defensa y fomento de nuestra historia.
Finalmente parece que se consuma el asalto: en la votación del pasado martes día 12 de julio, ganada con 194 votos a favor, 136 en contra y una abstención, el Congreso insta al Gobierno a condicionar las subvenciones concedidas a la Real Academia de la Historia, a la revisión y modificación de varios artículos de su Diccionario Biográfico.
Lo verdaderamente sorprenderte, al margen de las posibles controversias académicas, es que al cine español -que también se subvenciona con dinero público-, no se le exija ni tan siquiera un mínimo rigor, o una cierta neutralidad a la hora de producir algunas películas manifiestamente tendenciosas. Y algo parecido sucede con las subvenciones públicas concedidas a determinadas ONGS, que al margen de su más que dudosa utilidad pública, resultan sospechosamente cercanas o relacionadas con determinadas ideologías políticas.
Por ello, sugiero a los académicos de la historia pasarse al cine, cuyas subvenciones son infinitamente más cuantiosas, no se exige rigor histórico alguno, la temática es libre, se puede insultar abiertamente y cualquier parecido con la realidad puede ser pura coincidencia.
Por descontado, no tienen que preocuparse por su falta de conocimientos cinematográficos, puesto que lo de menos es si la película llega a no a estrenarse -la mayoría de las que se subvencionan no lo hacen- y además alcanzarían -por fin- la categoría de "intelectuales", término éste que una buena parte de nuestra aborregada sociedad y cierta caterva de periodistas, parecen tener exclusivamente reservado para los que se dedican al "séptimo arte". Unos y otros parecen olvidar que para que pueda hablarse de inteligencia -de intelectualidad- es necesario el pensamiento crítico, el conocimiento y la razón, cualidades que sin duda desconocen, pues sólo así se explica la ligereza con la utilizan el término y que todavía sigan confundiendo churras con merinas.
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