sábado, 25 de febrero de 2012

HIJOS DE LA IRA

Desde que el mundo es mundo los pícaros se las han ingeniado para sacar la lengua y los cuartos a las gentes de bien o de posibles (así llamados unos por las virtudes que les adornan, y otros por la fortuna de que disfrutan). Según han ido mudando los tiempos han mejorado los procedimientos para conseguir tan torpes hazañas y, a estas alturas en las que pocas cosas alcanzan la perfección, los logreros de mayor o menor envergadura se alzan con el triunfo batiendo día tras día y a conciencia el record de la maldad. No obstante, todos y cada uno de ellos resultan simples aprendices si los comparamos a esa pandilla de mal nacidos e indeseables que son capaces de destruir la inocencia, robar la ilusión o traicionar la confianza de un niño. Éstos merecerían vivir eternamente hambrientos, sedientos, llagados, lacerados, asfixiados, abrasados o ateridos, expuestos a todos los duelos imaginables y además sabiendo que nunca cejaría su sufrimiento, porque les estaría prohibido morir.

Y digo esto, porque aunque las letras mayúsculas de los periódicos se ocupan de contarnos cómo, tras la celebración de las Elecciones, el panorama que se presenta es como pasa salir corriendo antes de morir en el intento, en casi todos los diarios, aunque en letra menuda, como aprovechando el rinconcito que dejó pendiente un anunciante quisquilloso o una noticia poco cuajada, nos encontramos con que hay algún niño de aquí o de allá -da igual de donde sea porque todos los niños son nuestros-, al que han herido de palabra o de obra. Ya no son solo los ojos enormes de un niño africano que muere de inanición, ni los de los miles de huérfanos y heridos de las distintas y estúpidas guerras que por el mundo han sido, los que nos quitan el sueño. No necesitamos coger el avión para restañar heridas porque en nuestra España, otra vez más de sombras que de luces, también hay niños que pasan hambre de pan o de amor, o de ambas cosas. A algunos de ellos recién nacidos los tiran al cubo de la basura; a otros, los suyos o los ajenos los violan, abusan de ellos o les propinan tales palizas que a punto están de perder la vida. Por si esto fuera poco, ahora nuestros adolescentes se sienten tan desamparados tan solos -o tan perseguidos- y tan tristes, que beben para olvidar, cuando apenas han estrenado el recuerdo, se inyectan las drogas más letales para flotar en paraísos de muerte o abandonan desafiantes sus hogares.

Los menores de entre ellos en vez de jugar a cow-boys o a las muñecas juegan a lo que ven y no deberían ver en la "tele", y amedrentados y desvalidos... cogen el primer frasco de píldoras que encuentran a mano y... se suicidan.

En la otra cara de la medalla hay unos jóvenes que, aparentemente, no carecen de nada, incluso han tenido una buena educación, aunque posiblemente demasiado permisiva, en la que quedaban siempre claros sus derechos pero no sus deberes, y han contado con unos padres indulgentes que, aun sin desearlo, comienzan a torcer el tallo de sus vidas; propiciando que se consideren los dueños de la creación; menoscabando su autoridad y la de cualquiera de sus educadores, y dejando que, en esa confusión de valores, a la primera contradicción o reprimenda se subleven radicalmente, volviéndose contra ellos, especialmente contra la madre,  emprendiendo  en su contra un camino de violencia y  sádica crueldad.

Así las cosas, comienza entonces un calvario para las familias de muy difícil diagnóstico y solución. 

El problema no se produce de la noche a la mañana, sino que  se dilata en el tiempo. En una primera fase y, cada vez con mayor frecuencia, se producen contestaciones fuera de tono y desobediencias reiteradas, pasando luego a los insultos más despiadados y groseros  para que, al final, el joven rebelde –las chicas aún son minoría- termine por emprenderla a bofetadas, empujones y atropellos, iniciándose así una espiral de malos tratos que puede abocar en un dramático final.

En la mayoría de los casos esta actitud sólo se produce dentro del hogar, aunque hay signos externos perceptibles en la conducta del violento puesto que, simultáneamente, menosprecia a sus profesores; coquetea con las drogas hasta caer en ellas; se burla de cualquier reconvención; frecuenta malas compañías; deja de asistir a clase, no acata la disciplina, o se fuga de casa durante varios días sin dar la menor explicación.

Al principio de la rebelión los padres no creen lo que está sucediendo e intentan meter la cabeza debajo del ala. “ Son cosas de la adolescencia; seguro que esto es una situación pasajera. Hay que apartarle de ese grupo de amigos y, sobre todo, hacerle más caso y darle mucho cariño. Cuando comprenda cuanto le queremos, esto acabará”. Con estos y otros tardíos razonamientos que esconden el espeluznante terror de perder al hijo,  demoran la consulta, ocultan la vergüenza de admitir este proceder en su propia sangre y sufren en silencio un chantaje atroz y cobarde que suele ir cada día a más. Esta es la peor reacción de todas las posibles, ya que es en los inicios del problema donde la forma de atajarlo resulta más eficaz, por lo que sería vital, emprender campañas informativas en los medios públicos, para que cuando estos padres, que se encuentran totalmente desbordados, derrotados e impotentes, conscientes de su fracaso como padres y con el profundo desgarro de tener que denunciar a su hijo, sean conscientes de  que su silencio está llevando a uno y a otros al borde del precipicio y olvidándose de sí mismos se muestren capaces de dar el paso definitivo antes de que las cosas vayan a más.

En las primeras fases puede haber situaciones  en las  que el simple alejamiento del entorno paterno del conflictivo muchacho, y su integración en otros círculos familiares, abuelos, tíos, etc., unido a un tratamiento psicológico de padres e hijo, sea suficiente para ir propiciando el cambio en el chaval. En casos más peliagudos, los partes médicos de los hospitales y, en algún caso extremo la denuncia de los propios padres, familiares o vecinos, aconseja abrir el proceso para la incoación de un expediente que el Juzgado de Menores se encargará de instruir. 

Hace tempo que se vienen organizando, a su vez, asociaciones de padres maltratados que ayudan a reconocer, evaluar y solucionar estas tragedias de índole familiar, pero, aún así, el número de casos va creciendo a un ritmo del 35% anual, por lo que es el momento de que nos preguntemos de nuevo si no seremos nosotros los culpables por haber comprado nuestra ausencia con un mundo virtual, ficticio y solitario de aparatos electrónicos sin cuento; por haber creado una sociedad aislada y permisiva que solo ocultaba nuestro cobarde miedo a asumir la propia responsabilidad; por haber comunicado con nuestra actitud que no había más rey ni roque que el dinero; por haber creído que la sociedad del bienestar es  poseer más que el que va delante, sin mirar hacia atrás para compartir con otros lo que tenemos de más; por haber desterrado los valores comunes del esfuerzo, la generosidad y el sacrificio que durante tantos siglos fueron útiles y buenos y nos ayudaron a progresar; por estar inmersos en la absurda convicción de que trabajar por y para ellos es más importante que acompañarlos en su caminar. 

Por todo ello, hay que aprovechar los albores del año para reflexionar, porque no hay un solo padre ni una sola madre de entre los bien nacidos, que no se deje la piel en el intento para dar a sus hijos lo mejor, y si ponemos todos manos a la obra y estudiamos a fondo donde está el error, no tardaremos mucho tiempo en conseguir que esos días infinitamente tristes en el que algún padre o madre sufre los malos tratos propiciados por los hijos de la ira de esta generación, sean tan sólo un mal sueño del que por fin despertamos cuando fuimos conscientes de que no hay mejor riqueza para dejar a un hijo que una buena y, si es necesario, severa educación.

Por Elena Méndez-Leite

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