domingo, 25 de noviembre de 2012

LA IMPORTANCIA DE LA EDUCACIÓN EN UN ENTORNO MULTICULTURAL

Fotografía: Rafa Llano.
"Olvídate de lo que has Aprendido"
Advierte el profesor Samuel Huntington, en el primer capítulo de su obra “El choque de las civilizaciones”, que nos encontramos ante una nueva era de la política mundial.

El reputado profesor de Ciencias Políticas justifica su afirmación en base al proceso de transformación que se está operando en el escenario internacional, del cual se deriva una modificación de las relaciones de poder entre Estados y Civilizaciones. Estos cambios, afirma, están promoviendo –a nivel internacional- la centralización del poder en Estados nucleares (representativos de las distintas civilizaciones) que no están dispuestos a seguir tolerando la imposición que de los valores occidentales se ha venido practicando, por la fuerza, durante los últimos cincuenta años.  A nivel interno, por su parte, los ciudadanos comienzan a identificarse más íntimamente con sus civilizaciones originales que con los estados de los que oficialmente forman parte.

De los fundamentos últimos de las teorías del profesor Huntington parece desprenderse que, en contra de lo que viene siendo la idea dominante en Occidente, el proceso de Globalización no está generando lo que V.S. Naipaul denominó “la civilización universal” sino una acentuación de las diferencias entre culturas lejanas, una reafirmación de la propia identidad mediante su contraste con la del extranjero.

A este hecho debemos añadir que los avances técnicos que acompañan a la Globalización están reduciendo –cuando no eliminando- las distancias entre los pueblos y las personas.  Con ello, se está incentivando el contacto entre culturas, costumbres y tradiciones muy distintas y, en ocasiones, antagónicas.  Y debemos tomar en consideración que los mencionados contactos se están dando tanto a nivel político-institucional (entre estados), como mercantil (en el ámbito de los negocios), como individual o personal (a través de los viajes y del fenómeno de la inmigración).

Estas relaciones entre cosmovisiones tan distintas no es difícil que supongan la aparición de situaciones de conflicto.

Porque, si aceptamos la premisa de que Occidente ya no tiene el Poder suficiente como para seguir imponiendo los valores que considera adecuados (o ajustados a alguna modalidad de Derecho Natural) a nivel internacional, deberemos comenzar a plantearnos la posibilidad real que tendrá en un futuro de hacerlo a nivel interno, en el seno de sus propias sociedades; unas sociedades que comienzan a caracterizarse por la multiculturalidad, por la coexistencia de personas de distintas procedencias, culturas, costumbres y creencias en un mismo espacio vital.

Es este hecho el que nos ha llevado a plantearnos cuál debe ser el papel de la educación en este proceso de cambio social.  A lo largo de las próximas páginas nos plantearemos cuál es la función de la educación; la capacidad de influencia que posee sobre la estructuración del conocimiento de los educados; si ésta debe ser meramente técnica o si debe incluir la promoción de una ética; si debe ser neutral o beligerante a favor de unos u otros valores controvertidos; si debe emplearse o no como instrumento de fomento de los Derechos Humanos…

Nos encontramos, pues, ante muy interesantes y ambiciosas cuestiones que, sin lugar a dudas, no obtendrán una respuesta definitiva en nuestro trabajo.  Muchos han sido los que, antes que nosotros, han tratado estos temas con mucha mas erudición que la nuestra, y muchos serán los que seguirán haciéndolo sin agotar el contenido de la materia.

Además, no debemos olvidar que en cuestiones humanísticas (y la educación lo es) no puede pretenderse obtener una respuesta concreta y universalmente suscribible.  Esto sucede porque la contestación dependerá de los valores que el sujeto haya interiorizado como propios y de las concepciones antropológicas en las que haya fundamentado su vida.  Porque debemos tener en cuenta que:

“Educar no consiste sólo en hacer escuelas.  Educar no es sólo instruir, sino formar el carácter o formar a la persona.  La educación se desarrolla en torno a una idea de la persona y de la cultura que se quiere conservar y transmitir [1]”.

No pretendemos ocultar que también nosotros somos víctimas de esta realidad: es cierto que estas páginas se asientan sobre nuestras convicciones más íntimas, y que muchos no tienen por qué compartir.  Pero, como ya hemos expuesto, no puede ser de otro modo (lo conlleva la temática tratada) y, además, tenemos tal confianza en nuestras convicciones que en ellas hemos fundamentado nuestra existencia; ellas son el timón que rige el rumbo de nuestra vida.  Aclarado esto, entremos en materia.

Sobre la educación

Si bien es cierto que ya hemos expuesto que el presente ensayo tratará sobre la educación multicultural, no es menos cierto que no puede pretenderse abarcar esta cuestión sin aclarar, previamente, la concepción de la educación de la que partiremos.  Para ello, debemos recordar que, en palabras de Juan Delval:

“Una reflexión sobre los fines de la educación es una reflexión sobre el destino del hombre, sobre el puesto que ocupa en la naturaleza, sobre las relaciones entre los seres humanos [2]”.

Por este motivo, podemos afirmar que encontraremos tantas definiciones de educación como corrientes antropológico-filosóficas seamos capaces de distinguir. Dicho esto –que reviste especialmente trascendencia como iremos viendo a lo largo de la presente reflexión- podemos comenzar diciendo que hay autores pertenecientes a una tendencia mayoritaria que conciben la educación como:

“un aspecto del proceso de socialización y, por lo tanto, de interiorización de pautas y modelos sociales, así como de los valores dominantes en la sociedad o, mejor aun, de formación y desarrollo de los valores que la sociedad considera relevantes” [3].

Por su parte, la Recomendación de la UNESCO “sobre la Educación para la Comprensión, la Cooperación y la Paz Internacionales y la Educación relativa a los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales” (1974) también manifiesta un modo propio de entender al hombre y a la sociedad a través de la definición que nos aporta de la educación como:

“el proceso global de la sociedad, a través del cual las personas y los grupos sociales aprenden a desarrollar conscientemente en el interior de la comunidad nacional e internacional, y en beneficio de ellas, la totalidad de sus capacidades, actitudes, aptitudes y conocimientos”.

Las dos concepciones anteriormente expuestas adolecen, a nuestro parecer, de una excesiva preocupación por la función socializadora de la educación que les lleva a olvidar su función humanizante, de formación integral de la persona.  Por este motivo, encontramos algo más acertada la definición propuesta en la “Exposición de Motivos” de la reforma de la LOGSE de 1990:

“(…) El objetivo primero y fundamental de la educación es proporcionar a los niños y niñas (…) una formación plena que les permita conformar su propia y esencial identidad, así como construir una concepción de la realidad que integre a la vez el conocimiento y la valoración ética y moral de la misma”.

Nuestro mayor aprecio por esta conceptualización procede de su cercanía a la idea de educación que nos parece fundamental, aquella que concibe el concepto como:

“La conducción y promoción de la prole al estado perfecto del hombre, en cuanto hombre que es el estado de virtud” [4]

De esta breve enunciación se desprende que nos encontramos ante una visión de la educación profundamente arraigada en la antropología propuesta, entre otros, por Javier Aranguren y Ricardo Yepes[5], y que iremos exponiendo, desarrollando y criticando a lo largo de nuestra argumentación.  En ella, pese a reconocer la función socializadora que acompaña a la educación, se presta especial atención a su función de humanización, a la labor de capacitar a la persona para perfeccionarse como tal.

Ésta interpretación ha sido magistralmente expuesta por dos autores que, desde premisas ideológicas muy distintas, han llegado a coincidir en lo esencial.  Veamos cómo lo expresan:

“El aprendizaje (…) es proceso necesario para llegar a adquirir la plena estatura humana.  Para ser hombre no basta con nacer, sino que también hay que aprender.  La genética nos predispone a llegar a ser humanos, pero sólo por medio de la educación y la convivencia social conseguimos efectivamente serlo.[6]”.

“La educación es concebida como una cierta prolongación de ese acto primero y siempre sorprendente, misterioso, que es la generación de un ser vivo; no se confunde con el acto generador, pero viene a completar y perfeccionar ese movimiento original.  La educación, entonces, está lejos de dar el ser al educando, antes bien, lo supone ya esencialmente constituido.  No obstante, su acción puede ser entendida como una segunda generación, en cuanto que ordena al hombre a un estado perfectivo, que de ningún modo alcanzaría sin su mediación. (…)  En los demás seres vivos no hace falta la educación: el acto generador conlleva cuanto se requiere para que el animal alcance la perfección que le corresponde por naturaleza.  En sentido estricto, únicamente el hombre tiene necesidad de la educación para llegar a ser lo que es.  La causa de esto es la Libertad.

(…)  La necesidad física de poner los actos necesarios para la perfección de su ser se convierten en necesidad moral, en obligación, esto es, en algo que debe ser hecho, pero que puede no serlo.  De ahí que el educador debe ayudar al educando a que éste, por sí mismo, realice su ser y co-opere en su formación de hombre libre, y así evite el extravío de su persona [7]”.

En este último sentido también se pronunció el Profesor Millán Puelles al afirmar que:

“La educación no tiene como fin propio el procurar la absoluta realización del hombre, es decir, la felicidad, sino únicamente que sea perfecta su potencia para llevarla a cabo.[8]”

Por lo tanto, será objeto de la educación el dotar a los alumnos de los instrumentos necesarios para ser hombres íntegros y libres.

Para lograrlo, no bastará con una formación exclusivamente técnica ni únicamente ética.  La formación integral del ser humano exige instrucción y formación.  Veamos qué dicen al respecto algunos reputados autores:

“La educación no admite ser reducida a una visión técnica o tecnológica, no sólo porque sus resultados, en virtud de la naturaleza libre del educando, sean impredecibles, sino ante todo porque la técnica persigue el bien y perfección de las cosas que el hombre produce;  en cambio, la educación persigue el bien y perfección del hombre como tal.  De esto se sigue que la educación jamás debe limitarse a un desarrollo parcial del sujeto humano, a su perfeccionamiento como trabajador o consumidor, por ejemplo, sino a su desarrollo integral [9]”.

“Aprender a ser hombre o mujer consiste en aprender a dirigirse a uno mismo, y lograr la armonía del alma gracias a la educación moral de los sentimientos.  Conducir la propia vida es aprender el arte de vivir.  Esto implica que educar es enseñar no sólo conocimientos teóricos, sino sobre todo modelos y valores que guíen el conocimiento práctico y la acción, y ayuden a adquirir convicciones e ideales, logrando una educación en los valores y las virtudes [10]”.

“El proceso de enseñanza nunca es una mera transmisión de conocimientos objetivos o de destrezas prácticas, sino que se acompaña de un ideal de vida y de un proyecto de sociedad.

(…) Aunque a lo largo de su historia [la de Grecia] se dieron distintos modos de paideia (ideal educativo griego), según las ciudades-Estado o polis y las épocas, se les puede atribuir en el momento tardío del helenismo la inauguración de una distinción binaria de funciones que en cierto modo colea todavía entre nosotros: la que separa la educación propiamente dicha por un lado y la instrucción por otro.  Cada una de las dos era ejercida por una figura docente específica, la del pedagogo y la del maestro.  El pedagogo era un fámulo que pertenecía al ámbito interno del hogar y que convivía con los niños o adolescentes, instruyéndoles en los valores de la ciudad, formando su carácter y velando por el desarrollo de su integridad moral.  En cambio el maestro era un colaborador externo a la familia y se encargaba de enseñar a los niños una serie de conocimientos instrumentales, como la lectura, la escritura y la aritmética.  El pedagogo era un educador y su tarea se consideraba de primordial interés, mientras que el maestro era un simple instructor y su papel estaba valorado como secundario.

(…)  En líneas generales la educación, orientada a la formación del alma y el cultivo respetuoso de los valores morales y patrióticos, siempre ha sido considerada de más alto rango que la instrucción, que da a conocer destrezas técnicas o teorías científicas  [11]”

Puede que la explicación de la causa por la que la formación ha sido tradicionalmente más valorada que la instrucción se encuentre en que:

“Se ha visto que incluso la instrucción es difícil cuando están ausentes los valores morales.  Pues, a fin de cuentas, para aprender hay que sacrificarse y hacer actos de humildad, hay que ser tolerante y solidario, y hay que someterse a una normativa mínima, aunque sea represiva como no puede dejar de serlo ninguna norma [12]”.

Ahora bien, del mismo modo que afirmamos que no es posible la instrucción sin formación, podemos aseverar que una cierta instrucción es necesaria para lograr una profunda formación.  El motivo fundamental es que:

“Por la virtud moral, el hombre quiere el bien conforme a la razón; pero, para la producción de la acción virtuosa, necesita hacer una recta elección de los medios correspondientes, y conocer de un modo habitual los primeros principios de orden especulativo y práctico.

(…)  Para alcanzar su plenitud dinámica y realizar las operaciones adecuadas a su naturaleza, el ser humano tiene que hacerlo mediante la adquisición de los hábitos perfectivos del entendimiento y la voluntad, es decir, de las virtudes intelectuales y morales que disponen a las respectivas potencias para el ejercicio de sus operaciones propias [13]”.

En este sentido, el propio Santo Tomás de Aquino es inmensamente gráfico al respecto:

“Si no va acompañada de la recta razón, gracias a la cual se hace la recta elección de las cosas que convienen al debido fin, tal como un caballo, si es ciego tanto más fuertemente choca y se lesiona, cuanto más fuertemente corre.  Y por eso es preciso que la virtud moral sea según la recta razón y con la recta razón [14]”.

Llegados a este punto, consideramos justificada la afirmación de que la educación supone formación intelectual y ética, formación integral de la persona humana[15].  Por ello, debemos dar un paso más en nuestra reflexión y plantearnos qué valores serán los que deberán promoverse para lograr ese objetivo.  Este es el tema que da título a nuestro próximo epígrafe.

Educación en valores… ¿En qué valores?

Citábamos a Fernando Savater, al tratar la relación entre formación e instrucción, para afirmar que generalmente la primera había tenido una mayor o mejor valoración que la segunda.  Esta afirmación, en principio veraz, pierde su validez al referirla a la situación de la educación que empezó a fraguarse a finales del siglo XVIII.

Hasta entonces, la instrucción técnico-científica no alcanzó una consideración comparable en la enseñanza a la de la educación cívico-moral. Puede interpretarse que la gran Enciclopedia de Diderot –y su estudio de las artesanías- supuso el inicio del cambio de paradigma educacional que traería la actual preminencia de la instrucción técnica sobre la formación cívica y ética.  Pero, independientemente de cuáles fueran las causas del cambio (no es éste el lugar adecuado para analizarlas), lo que resulta constatable empíricamente (basta con mirar a nuestro alrededor) es que la educación –puesto que depende de la antropología- se ha ido adaptando a los habitantes de una sociedad en la que la economía y la técnica son soberanas.  Así, en palabras de Victoria Camps:

“La eficacia, la productividad y la rentabilidad económica son los valores que han substituido a la trilogía republicana: libertad, igualdad, fraternidad. (…)  Al buscar, por encima de cualquier otra cosa, la eficacia y la rentabilidad económica, hemos aparcado la formación de las personas con otros objetivos [16]”.

De esta afirmación, podemos sacar unas consecuencias que deben hacernos reflexionar:
  • Es la búsqueda de la eficacia el motor de cambio de la enseñanza hacia su actual estructura de especialización.
  • La especialización supone una fragmentación del saber que facilita la erudición y eficacia en materias concretas, pero imposibilita al ser humano para responder a todas aquellas preguntas cuyas respuestas rigen la vida de uno.
  • El tipo de persona que emerge de este sistema de enseñanza, por carecer de cualquier modalidad de trascendencia (entendida como el ir más allá de uno mismo) no valora otro saber que el que conduce al éxito inmediato, el que sirve para situarse socialmente, tener un buen sueldo y lograr una vida materialmente placentera.

Llegados a este punto de nuestra reflexión, habrá quien objete que nuestra última afirmación choca frontalmente con la realidad puesto que, en nuestras sociedades, se promueven unos valores éticos que se han recogido, muy sucintamente, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.  Si bien es cierto que se tiende a propagar y exigir el respeto a la mencionada norma internacional, no es menos cierto que ello no se hace siguiendo un imperativo ético (humanización) sino de egoísmo socio-político (lograr una situación social en la que yo pueda disfrutar de bienestar material).

Por tanto, aunque podamos encontrarnos ante una promoción fáctica de una serie de valores, éstos no merecen la consideración de tales en el campo de la ética porque tienen un fundamento y una finalidad incompatible con una ética en primera persona.  El porqué de esta disconformidad ha sido claramente expuesto por Rafael Termes, Académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en múltiples ocasiones:

“En la ética de la primera persona el sujeto, cuando se propone realizar una acción, sin obstáculo del objetivo externo que pretenda conseguir, se pregunta sobre la relación de esta acción con el desarrollo de la propia persona hacia su fin, es decir, hacia lo que quiere ser, o por mejor decir, hacia quién quiere ser, qué clase de persona quiere ser.  Por el contrario, en las éticas de la tercera persona predomina la valoración de los actos desde la perspectiva de un observador externo que enjuicia las acciones ajenas para decir cuáles son buenas y cuáles son malas, de acuerdo con unas normas convencionales cuya validez habrá que demostrar o simplemente aceptar.

La ética de la primera persona es la ética de las virtudes, que son las potencialidades que dirigen a la persona a su plenitud o perfección según el orden del ser, de acuerdo con una determinada antropología y concepción de la vida.  En las éticas en tercera persona la cuestión del fin de la persona, y de las virtudes que conducen a él, pasa a segundo plano; lo que se exige es que el comportamiento exterior, con abstracción de lo que pasa en el interior del sujeto, cumpla los actos que la norma impera como buenos y evite aquellos que la norma veta como malos.

La gran debilidad de las éticas de la tercera persona es que, al considerar que el fin del hombre es un tema opinable, privado, que no debe influir en el juicio moral de las acciones, a estas éticas les resulta difícil, por no decir imposible, hallar una norma universal y constante en la que cimentar el comportamiento moral.  Las distintas maneras de salir de esta dificultad se manifiestan en las éticas del consenso, relativistas, subjetivistas, circunstancialistas, en las que la finalidad moral determinada por la perfección del sujeto, viene sustituida por cómo conseguir, en cada cultura, tiempo y circunstancias, determinados objetivos personales o socialmente deseables [17]”.

Como puede observarse, la extensión de la anterior cita se encuentra justificada por su claridad expositiva y porque pone de manifiesto uno de los principales problemas de los que adolece la educación en valores en el seno de nuestras sociedades: al no tratarse de auténticos valores éticos que surgen de una concepción antropológica concreta, carecen aquéllos de una fundamentación que justifique su promoción frente a otros valores de signo contrario procedentes de civilizaciones lejanas y defendidos por poblaciones inmigrantes o descendientes de estos ciudadanos.

Este hecho, unido a la especialización y economización* de la enseñanza, nos hace pensar que:

“No es que no haya valores compartidos: es que ya nadie se encarga de pensar en ellos, de desarrollarlos, de decir qué sentido tienen o deben tener para nosotros, ciudadanos de finales del siglo XX.  Nadie se encarga de hacerlo porque cada cual vive metido en su mundo pequeño, cerrado y excluyente.

(…) No hay mucho tiempo para pensar, por lo que aprender a hacerlo sería bastante inútil.  Más vale dedicar el tiempo –que "es oro", profética aseveración de Benjamín Franklin- a lo económicamente rentable.  Los saberes que no son capaces de mostrar su rentabilidad no sirven para nada y deben eliminarse o reducirse a meros adornos.

(…) Por lo tanto, lo que no existe es una comunidad preocupada por discutir, enseñar, desentrañar el sentido de tales valores.  Porque no hay debate ideológico ni intelectual, porque ese debate no es rentable, carece de prestigio y de credibilidad [18]”.

Por tanto, parece que mientras no se recupere la preocupación antropológica y asuma que lo que hay que compartir no son derechos universales sino fines y bienes particulares, ideas sobre lo que es la vida buena, en definitiva, cosmovisiones, el conflicto inter e intracivilizacional está asegurado.  En consecuencia, para evitarlo se impone una vuelta a las humanidades, al estudio de lo esencial de la persona, de lo permanente y eterno.

Da la sensación de que ésta no es, en nuestros días, la corriente de pensamiento imperante, Occidente sigue viviendo el espejismo del bienestar material, la embriaguez del ágape… Con el tiempo llegará la resaca.

Porque, como ya hemos dicho, la Globalización ha acabado con las fronteras facilitando –de este modo- el contacto entre personas de países lejanos y culturas muy distintas.  Los contactos volviéronse con el tiempo tratos, y los tratos convivencia.  La inmigración supone la cohabitación, en unas mismas coordenadas espacio-temporales, de personas de distintas etnias, distintas civilizaciones, distintas culturas, distintas costumbres, distintas religiones…  Y todas esas personas, unas y otras, aman sus raíces y quieren mantenerlas.

Lo que sucede es que lograr coordinar tradiciones tan diversas (y, en ocasiones, antagónicas) no siempre es fácil.  Es más, en ocasiones, resulta muy complejo.  En esos momentos es en los que los ciudadanos de las sociedades “receptoras” deben ejercitar una virtud que se cita habitualmente pero de la que suele desconocerse su significado estricto: la Tolerancia.  Ésta consiste en soportar algo que se considera un mal, en aras de un bien mayor.  Así pues, en ocasiones habrá que “tolerar” determinadas costumbres o hábitos que no compartimos para, de este modo, lograr el bien de una convivencia pacífica.

Pero Tolerancia no es sinónimo de indiferencia o relativismo, por lo que no todo puede tolerarse; hay males a los que ningún bien mayor puede justificar.  Es en estas cuestiones en las que hay que ser intransigente.

Dicho esto, lo primero que cualquiera se preguntará es: ¿Y cuáles son esas cosas que se encuentran más allá del límite de la Tolerancia?  La respuesta es sencilla y complicada a un tiempo: el límite se encuentra en el respeto a la Naturaleza Humana, a su Dignidad y a su capacidad de desarrollo de su potencial.  Y, aunque determinadas corrientes filosóficas afirman que existe una Ley Natural que nos indica dónde se encuentran esos límites, no es menos cierto que es necesario dedicar un buen tiempo a la reflexión para lograr encontrarlos… Algo que no es fácil en una sociedad que funciona tan rápido y con tantas prisas como la nuestra.

Por este motivo, porque carecemos de tiempo para el ocio –entendido éste en sentido clásico- y para la familia, cobran especial trascendencia –en el campo de la promoción de valores- los medios indirectos subsidiarios de adquisición de experiencia: las relaciones personales, los medios de comunicación y las escuelas[19].

A través de ellos conocemos el mundo que nos rodea (vivimos un mundo de segunda mano), ellos nos plantean cuestiones sobre las que reflexionar, ellos incitan nuestras inquietudes, ellos nos transmiten estructuras y valores.

Fue esta la causa que nos llevó a plantearnos si la escuela sería un buen medio para evitar esos conflictos intercivilizacionales derivados del choque entre principios culturales; como medio de transmisión de valores que potencialmente es, podría ser un instrumento válido para lograr una convivencia pacífica y feliz.

Pronto escuchamos la voz de quienes gritaban que esa no era la función de las escuelas, a lo que les respondimos que se equivocaban, que no bastaba con el perfeccionamiento de la racionalidad, que se precisaba una ética, una moralidad.  Dijimos que no cabía instrucción sin formación, ni formación sin instrucción.  Es más, les recordamos –rememorando a Fernando Savater- que

“el cruel Ambroise Bierce, en su Diccionario del Diablo, definió la erudición como el polvo que cae de las estanterías de los cerebros vacíos.  Es una bautade injusta porque cierta erudición es imprescindible para despertar y alimentar la capacidad cerebral, pero acierta como criterio contra la tentación escolar de convertir la enseñanza en mera memorización de datos, autoridades y gestos rutinarios de reverencia intelectual ante lo respetado [20]”.

Pero no cesaron en su crítica y nos plantearon una nueva problemática:  si había que dar una formación ética o moral, ¿cuál debía ser la que se impartiera: la nuestra (occidental de raíz judeocristiana) o la del ciudadano inmigrante en cuestión?  Respondimos que había cuatro alternativas y que nosotros optábamos por la última de ellas.  Veamos cuáles son:
  • Homogeneizar al alumnado haciendo que las minorías asuman los valores dominantes.
  • Homogeneizar al alumnado haciendo que las mayorías asuman los valores minoritarios.
  • Podría abogarse, como de hecho suele hacerse, por el relativismo ético.
  • La cuarta alternativa, por la que nosotros optamos, podría denominarse la opción del Diálogo Transformador.  No consiste en buscar el sincretismo, la fusión de lo irreconciliable… No, eso no es posible para quienes no hemos aceptado el relativismo moral, para quienes somos de la opinión de que no todos los sistemas de valores merecen una misma tutela y protección porque no todos ellos están en la misma sintonía con la Verdad y la Naturaleza Humana.

Nuestra propuesta consiste en realizar un esfuerzo dialogal para reinterpretar la propia realidad, los propios valores, a través de los ojos ajenos.  En ocasiones el “otro” puede ofrecernos matices de nuestra propia tradición que nos enriquecen y nos acercan un poco más a nuestra esencia y a la de él.  Así es cómo debemos aproximarnos, profundizando en nuestra tradición antes de introducirnos en la suya, porque de lo contrario le veremos a él, a sus costumbres y creencias, con los ojos de un occidental europeo…  Y sólo obtendremos estereotipos; prejuicios que seguirán separándonos.

Pero, mientras logremos llegar a esa situación idílica en la que –tras la personal introspección- hayamos encontrado la Tradición perenne, la Ley Natural, esos principios básicos y comunes a toda civilización, hasta entonces –decía- debemos recordar que, en nuestras sociedades, la Declaración Universal de los Derechos Humanos es una norma jurídica de Derecho Internacional constitucionalizada por la legislación interna, por nuestra Carta Magna.  Por lo tanto, la Declaración recoge y tutela una serie de valores que –pese a no merecer la consideración de éticos en primera persona- son el cimiento de nuestra comunidad, de nuestra estructura social y de nuestro modo de convivencia.  Son los pilares básicos sobre los que debe alzarse toda democracia occidental que desee poseer unos cimientos firmes.  Y esos cimientos deben ser respetados, transmitidos y tutelados por todos puesto que cualquier actuación contraria a los mismos puede calificarse de anti-democrática, anti-humana, anti-social y, lo que queremos subrayar, anti-jurídica; esto es, delictiva y sancionable.

La función de la educación en el plano de los valores debe ser, en estos momentos, la de evitar la promoción de conductas delictivas y, yendo más allá, recuperar una preocupación y una formación antropológica y humanística que permita conocer las cosmovisiones propias de las distintas culturas pero que, al mismo tiempo, promueva aquella que se considera que facilita la humanización de la persona.

De este modo, podría lograrse que la Declaración de 1948 dejara de ser una simple norma jurídica y se convirtiera en una síntesis o exposición de un auténtico sistema ético en primera persona, interiorizado por una mayoría de ciudadanos.

De una mayoría, pero no de todos… Porque al dar información sobre las distintas cosmovisiones se posibilita la elección del alumno por una u otra.  Habrá quien alegará que eso debería hacerse desde un clima de absoluta neutralidad, dejemos que sea alguien con muchos más conocimientos que nosotros quien le responda:

“Es preciso crear hábitos y costumbres, formar el gusto a fin de que acabe apeteciendo lo que consideramos bueno y repugnando lo que nos parece malo.  Todo lo cual implica saber discernir unas cosas de otras y voluntad de transmitir ese discernimiento.  Para enseñar a alguien a pensar por sí mismo, hay que partir de unos contenidos, unas imágenes, unas ideas sobre las que pensar.  Las convicciones y creencias son previas a la crítica de las mismas.  La educación no puede ser, desde el principio o exclusivamente, autocrítica.  Ha de empezar por inculcar una cultura y una tradición que no son totalmente despreciables.  De lo contrario se incurre en el contradictorio empeño de tratar de formar para la crítica sin haber enseñado antes nada criticable [21].”

“Para que el neófito llegue a ser él mismo, la educación debe fabricarle como adulto de acuerdo con un modelo previo. (…)  El maestro no estudia en el niño el modelo de madurez de éste sino que es el niño quien ha de estudiar orientado por un ejemplo de excelencia que el maestro conoce y le transmite.  Naturalmente que el educador ha de comprender lo mejor posible las características y aptitudes peculiares del neófito, para enseñarle del modo más provechoso, pero ello no implica que lo que el niño ya es deba servirle de pauta para lo que se pretende que llegue a ser.  La autonomía, las virtudes sociales, la disciplina intelectual, todo aquello que constituirá ese “él mismo” del hombre maduro aún no se encuentran en el estudiante sino que deben serle propuestos –y, en cierto modo, impuestos- como modelos exteriores.  A partir del desarrollo de su mera intimidad nunca llegarán a ser realmente suyos.

(…)  La educación tiene como objetivo completar la humanidad del neófito, pero esa humanidad no puede realizarse en abstracto ni de modo totalmente genérico, ni tampoco consiste en el cultivo de un germen idiosincrásico latente en cada individuo, sino que trata más bien de acuñar una precisa orientación social: la que cada comunidad considera preferible [22]”

Estamos, por tanto, ante un supuesto de formación y no de adoctrinamiento. Porque, aunque la escuela asuma un sistema concreto de valores, si al alumno se le da una información veraz sobre otros sistemas y otras estructuras (veracidad que dependerá de la formación y profesionalidad del profesorado) éste podrá escoger –en última instancia- cuál de aquéllos le parece más adecuado.  Lo que sucede es que, para tomar esa decisión no bastará con tener un conocimiento racional previo, se precisa también tener una voluntad firme… Y ésta sólo se desarrolla ejercitándola.  De ahí la importancia de crecer encuadrado en un sistema de valores; si no se hace de este modo puede que la voluntad se atrofie y que, aunque la cabeza indique que una ética es la correcta, la persona no pueda asumirla como propia porque su voluntad sea voluble y no esté entrenada en el esfuerzo, en el sacrificio que acompaña a toda decisión importante, a toda actuación ética.

En el párrafo anterior hemos hecho referencia al profesorado: él es el responsable de transmitir cultura y valores.  Por ese motivo se le puede y se le debe exigir un plus de formación. Los educadores deben ser los primeros en procurarse una formación multicultural, en iniciar ese diálogo Inter e intracivilizacional al que ya hemos hecho referencia.  Sólo desde una mejor comprensión de sí mismos y del “otro” serán capaces de motivar a los educandos para hacer de ellos personas íntegras, completas, autónomas y capaces de alcanzar la felicidad, meta última de la persona.

Es ésta, sin duda, una ardua labor tanto para el educador como para el educando, pero merece la pena dedicar serios esfuerzos en ella puesto que es el abono de nuestro futuro.  Atendiendo a las circunstancias y características de la sociedad actual, sólo a través de una educación como la que hemos venido promoviendo puede el educando humanizarse completamente.  Y esa plena humanización es una premisa indispensable para su plena sociabilidad (porque el hombre es social por naturaleza, lo que supone que, cuanto más humano sea uno, más social será).  Y esa sociabilidad plena es requisito indispensable para una convivencia intercultural, pacífica y feliz en la que todos podamos desarrollar todas nuestras aptitudes en un marco de respeto a la Dignidad Humana.

Por lo tanto, podemos finalizar nuestras reflexiones con una seria aseveración: hacen falta profesores, buenos profesores, formadores de mente y espíritu, forjadores de hombres…  De ellos depende nuestro futuro y el de nuestros descendientes.  Mucha es su responsabilidad, no pueden dejarla a un lado.

Confiemos en que no lo hagan.


Notas:

[1] Camps, V.  “El malestar de la vida pública”, Grijalbo.
[2] Delval, J.  “Los fines de la educación”, Siglo XXI
[3] Alba Olvera, M.A,  “La educación para la paz y los Derechos Humanos, como una propuesta para educar en valores”.
[4] De Aquino, T.  “Suma Teológica”
[5] Yepes, R. & Aranguren, J.  “Fundamentos de Antropología”, EUNSA.
[6] Savater, F.  “El valor de educar”, Ariel.
[7] Frinco, V.L, texto correspondiente a la ponencia presentada en el Congreso Internacional “Paideia e Humanitas.  Per la pace nel terzo millennio”, Roma, 6-8 de septiembre de 2000.
[8] Millán Puelles, A.  “La formación de la personalidad humana”, Rialp
[9] Luisa Frinco, V.  Op. Cit.
[10] Yepes, R. & Aranguren, J  “Fundamentos de Antropología”, EUNSA
[11] Savater, F  Op.Cit.
[12] Camps, V.  Op. Cit.
[13] Luisa Frinco, V  Op. Cit.
[14] De Aquino, T.  “Suma Teológica”
[15] En una formulación negativa, M. Schramm señala que:

“El tipo de hombre que se perfila en el Libro Blanco para la Reforma del Sistema Educativo es un hombre intelectualmente bien preparado, con amplio bagaje cultural e instructivo, técnica y profesionalmente cualificado y competitivo, capaz de convivir democráticamente en una sociedad pluralista, pero carente de valores fundamentales capaces de orientar su existencia y dar sentido a su vida”.

[16] Camps, V.  Op. Cit.
[17]Termes, R.  “Desde la Libertad”, Ediciones EILEA, S.A
* Esto es, asunción de criterios y valores económicos como rectores de la vida diaria.
[18] Camps, V.  Op. Cit.
[19] Fernando Savater suele decir que: “La escuela –o, para ser más prudentes, las formas institucionalizadas de educación- debe, en síntesis, formar no sólo el núcleo básico del desarrollo cognitivo, sino también el núcleo básico de la personalidad”.
[20] Savater, F.  Op. Citada.
[21] Camps, V.  Op. Citada.
[22] Savater, F.  Op. Citada.
[Extracto de “El papel de la educación escolar, en las sociedades multiculturales, como medio para evitar el Choque entre Civilizaciones” (Inédito)]

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