miércoles, 8 de junio de 2011

LA PRIMAVERA EN EXTREMADURA

Decía Luis Chamizo, el poeta más representativo de la expresión del deje que tiene el habla extremeño, que “los campos de la patria chica y la madre de los hijos son lo mesmo (lo mismo). Y es que, la tierra que nos vio nacer, el solar querido donde la apacible virtud meció de niños nuestra cuna, ese es uno de los vínculos más fuertes y que mayores sentimientos nos despierta a las personas, junto con el del cariño de la propia familia. Por eso a buena parte de los humanos nos sucede luego que hay varias cosas que nadie nos las puede tocar, que son nuestra tierra, nuestra familia y nuestra honra. La propia tierra, porque fue la primera que nos dio cobijo, también en la que dimos nuestros primeros pasos, la que desde la niñez nos fue dando configuración y arraigo a través del entorno, de la familia, de los amigos de la infancia y de las demás personas que nos han rodeado en esa corta edad en la que tanto se graban las cosas. Así es como nos nacieron las primeras sensaciones, las costumbres, las tradiciones, el apego hacia el lugar,  la forma de ser, de sentir y de pensar. Esa fue la razón de que otro gran poeta muy amante de su tierra y de la naturaleza, pero esta vez andaluz, Antonio Machado, también nos dejara dicho aquello que: “No hay persona bien nacida que no ame a su pueblo”. Y es por ello, que hoy voy a referirme a algunos de los muchos encantos que tiene siempre Extremadura, pero más todavía en la primavera.

Cuando llega la primavera, los campos extremeños estallan de luz y de colores, sobre todo, cuando el mes de marzo ha sido lluvioso como ha ocurrido este año, que el paisaje aparece todo vestido con sus mejores galas verdes, presentando una panorámica de contrastes maravillosos que hacen impresionante su belleza. Por todas partes predomina en estas fechas el color verde de la hierba, que parece como si tuviéramos tendida ante sí una alfombra del mismo color a los pies tendida. Ese color verde, salpicado de las distintas tonalidades del color de las flores, se hace todavía más pronunciado y omnipresente por la frondosidad que presentan las sementeras, entre las que destacan los crecidos trigales, que en esta época comienzan ya a mostrarse inflamados de espigas granando que se ondean y se mecen  presentando un fenómeno parecido a las olas del mar, al impulso de la brisa primaveral que deliciosamente las vemos ondeando pareciendo que unas vienen y otras van.

Y por entre los cerros, llanuras, valles, cañadas, eriales y regatos, se percibe también el olor fresco que desprenden la hierba, la exuberante vegetación y el perfume de las flores. Y también se respira en nuestra querida tierra extremeña un ambiente puro, limpio y sano, alejado del mundanal ruido y de la polución atmosférica. Todo ello, en medio de la tranquilidad, quietud y paz que se vive en medio de la soledad del campo y de sus profundos silencios, que sólo se rompen con el trino armonioso de los pajarillos, como cuando entre los árboles y los matorrales revoletean y se oyen el arrullo de la tórtola, el canto de los jilgueros, de las alondras y de los ruiseñores, o también cuando en medio de la hierba fresca cantan los grillos, poniendo todos en el ambiente esas notas melodiosas de alegría, riqueza y colorido que relajan los sentidos y animan el espíritu. Todavía en algunos pueblos extremeños se pueden hoy sentir aquellas antiguas sensaciones vividas de niño de despertarse por las mañanas oyendo cantar al gallo su quiquiriquí anunciador de la madrugada, o al alba a los gorriones y las golondrinas cuando revoleteando por los tejados alegremente pían. Otras veces se ve pacer al ganado  por el campo y por las dehesas, oyéndose el mugido de las vacas, el valido de las ovejas, el sonar de sus cencerros, las carreras juguetonas de los corderos, el relinche de los caballos o el ladrido de los perros. Todas esas cosas son brotes de vida que salen de la  propia tierra extremeña, que a mí me recrean los cinco sentidos y tanto me recuerdan mi época de niño, cuando paseo por los campos de Mirandilla y El Carrascalejo en busca de criadillas, romazas, cardillos o espárragos.

Mas luego están los espacios protegidos y demás parajes naturales con que Extremadura cuenta. Ahí se tienen para acreditarlo el parque natural de Monfragüe en la provincia de Cáceres, verdadera preciosidad de la naturaleza; o el parque de Cornalvo en la provincia de Badajoz, otro encanto natural extremeño; o la belleza sin igual del Valle del Jerte, con la impresionante manifestación de sus cerezos en flor, que durante una semana entran en eclosión dejando todos sus pétalos al descubierto y presentando un paisaje repleto de blancura natural que deja extasiados a quienes lo contemplan. Todos esos lugares de la biodiversidad extremeña presentan toda una gran maravilla en la que la naturaleza se ha combinado para dotar a nuestra tierra de un espectacular encanto y de una singular belleza. Y también están dehesas de Extremadura con sus densos y extensos encinares, que presentan una  vegetación que viene a ser algo así como el pulmón natural por el que los extremeños respiran. Dicen algunos de nuestros socios comunitarios que las dehesas de Extremadura son la reserva ecológica de Europa.

Y Extremadura es también tierra de cielos azules y altos en los que predominan los tonos grisáceos; de horizontes anchos y despejados y de grandes visibilidades en las que la mirada se pierde recreándose en la lejanía hasta llegar allá al infinito donde parecen juntarse el cielo y la tierra. Y hay luego otro aspecto natural que destaca y lo domina todo en Extremadura, y es la intensa claridad que se percibe, producida por ese sol radiante que en cuanto llega la primavera casi siempre luce en todo su entorno. Esa claridad nítida de mi tierra ilumina todo el ambiente y lo transparenta, pareciendo como si los rayos solares esculpieran con su luz las cosas y los objetos para presentarlos más bellos. En Extremadura, en fin, se tiene por estas fechas un encuentro pleno con la naturaleza. Por eso quienes allí lo hemos vivido nos gusta tanto deleitarnos describiéndolo con  nostalgia de cuando de niño lo viví, y todavía hoy lo disfruto por los campos de Mirandilla y Carrascalejo.

Por Antonio Guerra Caballero

2 comentarios:

Humanitum Iratus dijo...

Pocas cosas hay más humanas y de mayor valor que el apego por la tierra que nos vio nacer y el amor por la naturaleza. Bravo, Antonio, bravo, por este nuevo artículo lleno de sensibilidad y apego hacia esa tierra extremeña, por la que también yo siento un especial cariño, pese a no ser mi cuna.

A través de tus líneas he vuelto a percibir los olores y los colores de esos campos, sembrados y dehesas por las que también alguna vez he transitado en mis escapadas en libertad sobre una moto. El campo extremeño es uno de los principales inductores de ese profundo amor que siento por la naturaleza; seguramente por eso forma parte de mis mejores recuerdos... Y hoy tú me lo has vuelto a recordar. Gracias.

lena etiel dijo...

Hoy mismo he tenido ocasión de saborear esas deliciosas cerezas del Valle del Jerte. Aun recuerdo la primera vez que vi en primavera sus cerezos en flor, como una de las imágenes más hermosa. Y qué decir de tantos extremeños de bien con los que me he cruzado. Gracias por traer todo eso a mi mente.