miércoles, 9 de octubre de 2013

SANCIONES, IMPUESTOS Y EL USO PERVERSO DE LA LEY

"Su madre tenía una especie de nobleza sólo por el hecho de regirse por normas privadas. Los sentimientos de ella eran realmente suyos y no los que el estado le mandaba tener". George Orwell, "1984"

De unos años a esta parte, nuestra sociedad ha degenerado en un sistema de extracción intensiva, en donde las diferentes administraciones se dedican a exprimir sin compasión los bolsillos de los ciudadanos. Unas administraciones ineficientes, mayoritariamente hipertrofiadas, en ocasiones duplicadas y generalmente mal gestionadas, a consecuencia de haber puesto muchas de ellas en manos de personas irresponsables, indignas y en no pocos casos también corruptas.

Y es que en realidad, el principal objeto de todo ese desmesurado afán recaudatorio no es otro que el de disimular, tapar, reparar y mantener los continuos despropósitos en los que incurren quienes las dirigen, a la vez que ello les permite conservar un puesto de trabajo que pocas veces merecen, para el que normalmente no están capacitados y por el que frecuentemente perciben una remuneración económica excesiva e improcedente.

Para llevar a cabo la extracción y conservar el tinglado que tienen montado, no sólo ya no se conforman con haber elevado las tasas impositivas hasta niveles insostenibles para la mayoría de los ciudadanos, sino que, siendo ello insuficiente para sufragar sus despropósitos, se dedican a promover un sistema de extracción paralelo o complementario, en base al incremento irracional y desmesurado de las sanciones administrativas.

Así y mediante un uso perverso e inadecuado de la ley, se van estableciendo en todos los ámbitos de la vida infinidad de nuevas restricciones e infracciones, cada vez más próximas a los usos y costumbres habituales de las personas. Hábitos que a partir de ese momento dejarán de circunscribirse al marco de las libertades individuales, para pasar a ser considerados como hechos punibles y constitutivos de posible sanción administrativa. A modo de ejemplo, baste con mencionar que en España se publican todos los años más de un millón (!!) de páginas de boletines oficiales, o que existen en nuestro estado más de 100.000 normas vigentes y de obligado cumplimiento.

Pero es que además, todo ese exceso regulativo y normativo se lleva a cabo desde 17 Comunidades Autónomas diferentes y competidoras entre sí, cuyas distintas legislaciones terminan en ocasiones siendo incluso contradictorias cuando no incompatibles, algo que con frecuencia también constituye una seria traba para el adecuado desarrollo económico y empresarial de la nación. Una exacerbación legislativa encebada a la sombra de un paternalismo insoportable, inasumible e insostenible, que trata de convertir a la inmensa mayoría de los ciudadanos en delincuentes, o como mínimo en infractores habituales, cuando la realidad es que la mayoría de esas personas son honestas y cuando lo normal es que hagan un uso adecuado, racional y responsable de una libertad que por derecho propio les corresponde.

Más aún, quienes se erigen en garantes y reguladores de esa libertad; quienes instan todo ese excesivo e inapropiado marco legal para promover la sanción, no sólo hacen un uso abusivo del mandato recibido por parte de esos mismos ciudadanos, sino que además están moralmente deslegitimados para hacerlo. Y digo que carecen de legitimidad moral, en primer lugar porque entre sus filas y partidos se concentran la mayor parte de los grandes casos de infracciones graves y corrupción conocidos en España. Y en segundo lugar porque a muchos de ellos no se les conoce otro mérito, experiencia o profesión alguna, más que el haber hecho carrera dentro de su propio partido político, lo que por si sólo no debería de ser suficiente para justificar los cargos que a veces desempeñan, o la supuesta ascendencia intelectual -no digamos ya moral- que pretenden tener sobre el resto de ciudadanos, como para poder decirnos lo que esta bien y lo que esta mal.

No quiero que estos políticos, cuya labor durante las últimas décadas es más que reprobable y cuya catadura intelectual, ética y moral es más que cuestionable, me digan a cada instante lo que puedo o debo hacer en todos y cada uno de los ámbitos de la vida. Quiero pasear por el campo, andar por la ciudad, poder cambiar una batería a mi vehículo o dar de comer al perro en la calle, patinar o montar en bicicleta junto a mis hijos como me apetezca y por donde considere oportuno, sin muchas más restricciones que las mínimas necesarias para poder regular adecuadamente la circulación y la convivencia en sociedad, junto a las que imponen la prudencia, la educación y el uso adecuado de la propia libertad. Una libertad que por derecho me corresponde y que en absoluto les debo a ellos.

Entre otras cosas, porque el respeto y la consideración que merecen las personas que me rodean, el sentido común, la responsabilidad y el uso adecuado de mi libertad, evitará que corte una calle para hacer una fotografía o que vaya atropellando con la bicicleta a los peatones que pasean por las aceras... Y si en algún momento llegara a equivocarme, y al margen de lo que puedan decir las leyes que ya tenemos, confío en que esos otros mismos ciudadanos sabrán recordarme, con su reprobación, cuál es mi sitio, lo que seguramente llevarán a cabo con la misma sinceridad, prudencia y sentido común que he conocido desde que tengo uso de razón, al menos en lo que se refiere a las personas de la calle. Ojalá pudiera decir lo mismo de todos los políticos y de aquellos que se erigen en garantes y reguladores de nuestros derechos y libertades.

Por Alberto de Zunzunegui

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