sábado, 17 de diciembre de 2011

SERGIO VIERA DE MELLO

"Un ser humano tiene derecho a vivir con dignidad, igualdad y seguridad. No puede haber seguridad sin una paz verdadera, y la paz necesita ser construída sobre la base firme de los derechos humanos". Sergio Vieira de Mello


Siempre que acaba una guerra hay que echar las campanas al vuelo. Hace unas horas el Presidente Obama ha anunciado que, tras nueve espantosos años, el conflicto de Irak llega a su fin, pero yo no he visto a nadie que hablara de ello por las calles, ni que las emisoras de radio y los canales de televisión interrumpieran sus programas para anunciarnos la buena nueva. Será que tenemos in mente otros conflictos más cercanos que nos impiden alegrarnos en debida forma del bien ajeno, con la que está cayendo por aquí. Debo reconocer que chirría la afirmación del presidente norteamericano sobre que “Irak es ahora una nación soberana, autosuficiente y democrática” pero, en fin, doctores tiene la Santa Madre Iglesia...

Lo que sí es hermoso es que termine este sin sentido –todas las guerras lo son-, y ahora embebida de paz,  se me ocurre pensar en tantos y tantos hombres y mujeres que han perdido sus vidas directa o indirectamente en esta contienda, y me viene a la mente la imagen de un hombre bueno que dedicó más de treinta años de su vida a predicarla y a practicarla en los lugares más conflictivos, colaborando con su preclara inteligencia en conferencias internacionales, coordinando operaciones de ayuda humanitaria, interviniendo en ayuda de los refugiados, propiciando la limpieza de los campos de minas, ya fuera en  Bangla Desh, Chipre, Turquía, Angola, Mozambique Camboya, Yugoslavia o Kosovo, hasta que una tarde asfixiante de agosto una maldita hormigonera cargada de bombas hiciera saltar su vida y sus ilusiones en mil pedazos, dejándole atrapado y moribundo, mientras despachaba con sus colegas en un despacho de la ONU en Bagdad. 

Sergio Viera de Mello, brasileño de nacimiento y vocación era, sobre todo, ciudadano del mundo, Filósofo de carrera, Diplomático y amante del tenis. Sentía pasión por el diálogo y despreciaba la fuerza como garante de la estabilidad de los pueblos. Desde sus distintos puestos de funcionario en la ONU hasta su nombramiento como Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, fue más que notable su actitud de servicio permanente a favor de los desheredados de la tierra y, muy especialmente, de los cientos de miles de refugiados  mártires en vida de los conflictos que otros provocaron. 

A lo largo de la historia muchos han sido los pueblos que se han visto expulsados de sus hogares. Desde el mito de Edipo refugiado en Tebas, pasando por las culturas amerindias, los hebreos de Abraham y los musulmanes en su hégira, sin olvidar la tradición cristiana que nos revela, no sólo que Jesucristo nació en un pesebre en Belén porque sus padres, exiliados de Nazareth, no encontraron otro techo donde refugiarse sino que, meses después, los tres tuvieron que huir a Egipto para evitar la muerte del Hijo. Años más tarde también el pueblo cristiano sería considerado, en distintas citas del Nuevo Testamento, como peregrino en la tierra.

En épocas remotas, dos grandes pueblos en su origen errantes; el musulmán y el judío, nos proporcionaron muy notables ejemplos de hospitalidad, práctica que con el tiempo sería incorporada a sus leyes. El pueblo hebreo nació como tal por un acto de acogida que se narra en los textos sagrados: Estando Abraham en su casa de Mambré con su mujer Sara, ve acercarse a tres peregrinos caminando penosamente y apoyándose a duras penas sobre sus bastones. Advirtiendo su aspecto cansado y famélico, el Patriarca les invita a entrar en su casa, les proporciona útiles de aseo y les ofrece de comer. Los huéspedes, que  no son sino tres ángeles enviados por Dios. agradecen su hospitalidad anunciado a los dos ancianos que muy pronto engendrarán un hijo al que llamaran Isaac y  será el origen del pueblo de Israel. 

Por otra parte, también la era musulmana se inicia con otro exilio, la Hégira, punto de partida de la verdadera propagación del Islam. Con más de cuarenta años, Mahoma, que había nacido en la Meca, se dedicaba al pastoreo, pero gustaba de retirarse al desierto y aislarse en profunda meditación en la cueva del Monte Hira. Allí recibió la visita del Arcángel Gabriel que, enviado por Alá, le reveló la verdadera fe. A partir de ese instante, enardecido por la revelación divina, emprende la predicación y, cuando sus adeptos extienden ampliamente la nueva doctrina por pueblos y ciudades, las autoridades se alarman y tachan estas prácticas de subversivas. El Profeta y sus seguidores se ven obligados a huir, refugiándose primero en Abisinia y, más tarde, en Medina. Mahoma retornaría posteriormente a La Meca, pero Medina sería ya para siempre su hogar y, todavía hoy, reposan sus restos en la ciudad que le dio asilo. Este exilio fue el germen de la era islámica.

El problema de los refugiados en el pasado siglo, tuvo su inicio con la guerras de los Balcanes de 1912, siguió con la revolución rusa y se fraguó en el fracaso de la contra revolución de 1917. A consecuencia de ello, miles de hombres y mujeres, en principio  kurdos y luego palestinos, africanos de distintas etnias, etc., bien sea por su raza, condición o creencia, se han visto obligados a abandonar su país y encontrar la paz de espíritu en la nación que les brinda asilo. Sea como fuere, no todos los seres humanos alcanzan refugio de la misma manera. Mientras que algunos pocos son recibidos al pie de la escalerilla del avión por dignatarios obsequiosos, otros cientos de miles han de emprender una larga marcha desde sus lugares de origen, hasta llegar a un campo de refugiados en el que, aún sabiéndose ya libres de persecución, vivirán hacinados, continuarán con la penuria y las calamidades e incluso, en  muy tristes casos, convivirán indefinidamente con las epidemias y la hambruna.

Sergio Vieira lo sabía. Conoció el problema de los refugiados y los desheredados de la tierra y, además, fue uno de los que más se afanó en sembrar la semilla de la concordia. Era consciente de los peligros que le acechaban y de la falta de medios o de protección con los que él y su equipo se encontraban en algunas de sus misiones, pero nada de ello le arredraba y continuaba incansable, inundando de ideas preclaras, de trabajos y esfuerzo, entremezclados con su amplia sonrisa y su bondad, los cientos de reuniones en las que tuvo que intervenir, los innumerables viajes  que hubo de emprender y  la decena de países en los que desplegó su actividad, donde alcanzó el respeto de propios y extraños. 

Sin duda este hombre ilustre se habría alegrado en vida  de conocer la noticia que hace unas horas adelantó el Presidente Obama por televisión. Desgraciadamente Sergio Vieira de Mello, como tantos hombres y mujeres, ya no está entre nosotros para celebrar esta paz tardía y manchada de sangre en la que como en tantas otras ocasiones, la razón de la fuerza ha primado sobre la fuerza de la razón, una vez más.

Por Elena Méndez-Leite

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