A Fernando Rey.
(1917-1994)
Es muy posible que muchos de ustedes no recuerden la película de tono menor que bajo este hermoso título, aunque con triste resultado, interpretó a las órdenes de Enrique Gómez uno de mis Fernandos de cine. Dos años después, mediados los 40, se embarcaría con Rafael Gil en la primera de las cuatro interpretaciones que hizo del Caballero de la Triste Figura.
Fernando Rey Murió hace quince años y algo más. Se fue sin avisar a buscar exteriores de algodón blanco y añil por otras alturas. No leí entonces en ninguna de las mil y una crónicas elegíacas que dedicaron a este Quijote de amor en celuloide, que una vez quiso ser arquitecto o que le entusiasmaba pasear entre los árboles, porque a más de ser todos hermosos eran para él desconocidos ya que, según confesaba jocosamente, entre todos ellos sólo era capaz de establecer una diferencia; que unos eran pinos y otros no.
Fernando fue Felipe el Hermoso en aquella Locura de amor de Orduña y el Duque de Alba, en Eugenia de Montijo y el narrador de Bienvenido Mister Marshall, y la palabra de Ricardo III y de Hamlet y... fue muy triste levantarse una mañana sabiendo que su voz, aquella voz única, llena, perfecta en la dicción, atemperada; aquella voz amiga, reconocida y valorada; aquella voz compañera de sueños y ternura sería a partir de entonces como en el poema, solo polvo de voz enamorada.
Eran muy pocos setenta y seis años para dejarnos así tan de repente. Hacía escasos días le habíamos visto sereno, sonriente, con ese aspecto de espléndida madurez que encandilaba a chicos y mayores y, sobre todo, esperanzado porque alguien le había prometido descubrir y aplicar un tratamiento nuevo y milagroso que libraría a su cine, a nuestro cine, de una muerte segura, llorada y anunciada. Y yo no supe ver que era él -¡Dios que buen vasallo, si hubiere buen señor!- el que precisaba de ese tratamiento, que éramos nosotros los que íbamos a padecer la ausencia de uno de los mejores maestros artesanos de nuestra industria cinematográfica, de uno de los espléndidos seres humanos que nos devolvían, día a día, la confianza en el buen hacer. Lo que sí supe con dolorosa certeza es que este buen gallego ya era el segundo Fernando mágico que se me escurría de entre los dedos llevándose con él, quizá por irrecuperables, los mejores años de toda mi generación, que tuvo la fortuna de no conocer la guerra y que se acostumbró primero a aquella imagen de su época juvenil cuando aún no era buen actor, ni llevaba barba, ni era internacional, pero era tuyo y mío; nuestro. Esa generación que se alegró después al ir comprobando que cada año era para él un logro en ese difícil ascenso que tantos inician, y tan pocos consiguen coronar con éxito.
A la mayor parte de los cómicos españoles la vida les debe una explicación por haber sido infrautilizados las más de las veces y desde luego nunca y menos que nunca ahora, suficientemente reconocidos y valorados.
Cuando Fernando partió quise imaginar que le habían llamado del Centro Internacional de las Estrellas que fundó Gary Cooper que -como todos saben sobre todo la Sra. Miró que está a su lado-, está en los cielos, para que acudiera a presentar en la Vía Láctea una gala de sueños y sonrisas- y, cogiendo los dos viejos tomos que escribiera sobre la historia de nuestro cine otro de mis Fernandos allá por los sesenta, fui repasando a través de sus páginas tantos nombres y rostros queridos hoy ausentes, señores de la escena y la pantalla, artífices de magias, sin sentidos, cuentos de amor, de brujas o de hadas que según la ocasión se convertían en valerosos soldados, reyes, nobles, plebeyos, campesinos, doncellas, bandidos generosos, monjas atribuladas, niñas pobres o ricas, jóvenes tiernas o descarnadas, mangantes, pícaros, bribones, héroes, vecinos de andar por casa, amantes apasionadas, espías del tres al cuarto, ladrones de guante blanco, criminales o estafadores de la peor calaña, escritores, artistas, descubridores, inventores, modistillas, chulapos, gitanos, bailaoras, duendes, fantasmas, peregrinos... En fin, todos y cada uno de los personajes que se acercaban a nuestra butaca desde la pantalla de cualquier cine de barrio haciéndonos creer, por cuatro perras, que nada era imposible, mientras ellos estuvieran allí y nos lo contaran.
Amanecía en puerta oscura cuando acabé de repasar el segundo tomo de tan hermosa historia. En mi mente se agolpaban los seres entrañables perdidos para este torpe mundo pero susceptibles de ser halladas en otro menos cruel, en ése al que se nos fue sin un ruido, caballerosamente como siempre, nuestro Fernando, dejando a Tristana envuelta en lágrimas.
Cerrando el libro, pasé mis dedos por su cubierta. Miré al ciego y al lazarillo que ilustran la portada y lo dejé de nuevo en su lugar, como si no hubiera pasado nada. Luego volví otra vez a la rutina como cualquier mañana. Había comprobado a través de la prensa el dolor de nuestras gentes ante la desaparición del "actor más internacional" de nuestro cine, y comprendí que algunos nunca se enterarán de nada. Según avanzaba el día fui imaginando como sería el reencuentro allá arriba, porque si aquí quedaban aún tantos amigos, no digo los que habrían salido a recibirle en ese otro lugar en donde dicen que se vive con menos prisa y que todo el tiempo se emplea en acoger a los recién llegados. ¡Señor, hoy seguro que han tirado la casa por la ventana!
Sea como fuere y aunque no nos demos cuenta, se nos han ido marchando Fernan Gómez y López Vazquez y Agustín González y La Carrillo y La Ponte y Rafaela y Florinda y Julia y Pepe y María Isbert y Marsillac y Aleixandre y... tantos y tantos otros...
La realidad es que queda poco tiempo para el reencuentro. La próxima vez que vivamos será ya para siempre en esa Vía Láctea donde cada año, a partir de entonces, Fernando Rey presenta su gala de sueños y sonrisas a la que nos iremos integrando poco a poco todos y cada uno de los que le seguimos y le admiramos. Todos cuantos aquel día de septiembre de hace ya tantos años, no teníamos casi ni gana de ir al cine y si me apuran ni de representar siquiera nuestro papel de actores de reparto en esta película tan vieja que algunos llaman la vida cotidiana.
Por Elena Méndez-Leite
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